domingo. 29.09.2024

Un disparo. El cristal de la ventana cae hecho añicos. La bala se incrusta en una viga del techo. Agachaos, grita el brigada de la Guardia Civil. Quiere responder y apunta el arma hacia el bosquecillo próximo, hacia el puente incendiado. Pero no dispara. Se sienta en el suelo. Y contempla el entarimado sucio y lleno de cristales rotos. No sabe si mira hacia fuera o hacia adentro. O si mira hacia fuera y hacia adentro y todo es lo mismo, porque todo está despedazado y los cristales parecen las piezas de un rompecabezas imposible que reflejan, como satélites muertos, la luz de un mediodía blanco y terrible, el sol de justicia. La visión de su corazón y de su alma le produce un escalofrío que llega hasta la punta del revólver. Juega con un trozo de cristal y le duele moverlo porque el cristal ya no refleja ninguna luz, sólo la oscuridad del cañón del Smith&Wesson. Le duele tanto todo al brigada Martorell que le duele hablar y le duele mirar: al chico, herido de un balazo, porque él ya no ve bien y le tiembla el pulso y suda y se pone nervioso, la madre que me parió, por qué he tenido que llegar hasta aquí. Pero no hay ningún cristal que le responda. Ni siquiera cuando mira a través de la ventana destrozada, con cuidado para que no le den. Le responde una voz que no entiende. Es una voz que viene del puente, sarcástica y desafiante. Una voz que parece la risotada de una hiena y que llena todo el aserradero. ¿Qué está diciendo ese cabrón, Kolstov? Que soy un hijo de puta y que me van a cortar los huevos y me los van a meter en la boca y luego me degollarán y le mandarán la cabeza a mi mujer. 

El brigada Martorell se asoma y dispara contra su pasado. Contra aquellos fantasmas de la estepa rusa que se hartaron de matar españoles en la retaguardia, en las «chekas» y en los preventorios y en las comisarías, en una orgía de sangre que sólo terminó cuando a su jefe le pareció bien abandonar a la República porque ya había ganado tiempo y ya se había cargado a todos los que le molestaban. Pero el pasado respondió con la carcajada de plomo de una ametralladora. Y no sólo no quedó ventana, ni marco de ventana, no quedó ni un centímetro de viga sin agujeros. Y las astillas cayeron sobre los dos viejos, Martorell y Kolstov, como espinas de una corona inevitable.

-Le dan cinco minutos para rendirse, brigada.  

-Una eternidad.  

-No tenemos muchas posibilidades.  

-Ninguna, Kolstov: a ti ya no te quieren ni de rehén.  

-A mí me han traicionado, brigada.  

-Y tú a ellos primero. ¿Qué esperabas? 

Igor Kolstov, el viejo espía, no dijo nada. Maniatado y tan roto como el brigada y como los cristales de la ventana que se le clavaban en el culo, ni siquiera pensó en usar uno como navaja y liberar sus muñecas de ataduras. Apartó la vista de la ventana porque la luz era demasiado intensa y demasiado transparente y se vio como una sombra de barro que ya nunca podría reflejar ninguna luz, porque su barro estaba hecho de tierra y de sangre coagulada. Entonces se fijó en una luz pequeña que rodaba lentamente por la mejilla arcillosa y seca del brigada, y se paraba un poco en los pelos blancos de la barba de tres días, y luego seguía dibujando una leve línea de color sobre la yugular, sobre el cuello sucio de polvo y de sudor de Martorell. Y recordó a ese mismo guardia civil, cuarenta años atrás, en Barcelona, lleno de sangre y de lágrimas, tumefacto, apenas un despojo humano, contándole a él y a los tres chicos de la banda de Orlov todos los detalles de la quinta columna en la ciudad, falangistas muchos de ellos, que luego sumarían su sangre a la de otros, y juntos irían formando ese barro opaco y oscuro que ahora veía en su interior como en el fondo de una noche eterna. 

Nunca supo por qué no mataron a Martorell.

-Está usted vivo, brigada.

Martorell ni le miró. Tampoco es inocente este guardia, pensó Kolstov. Pero vive. Vive por esa gota de agua salada que se le entretiene en la comisura de los labios y que brilla como brilla el maldito sol hoy, ahí fuera. Yo ya no puedo llorar.

-No puedo llorar, guardia.  

-¿A estas alturas vuelves a llamarme «guardia», Kolstov? Es una broma pesada.  

-No quería decirlo en ese sentido, brigada. Habrá sido algo inconsciente. Yo le vi llorar entonces, es cierto. Pero ahora era…  ¿Qué?  

-Nada. Una petición de ayuda quizá. Pero ya es tarde.  

-Sí. Ya es demasiado tarde. 

 

Gatearon hasta la habitación contigua sólo para comprobar que el perro blanco y flaco de los ojos inyectados seguía allí, detrás del madero, igual que un espectro diabólico, pero no les molestaba una presencia tan efímera como la neblina de polvo infecto que levantó Fran al incorporarse. 

-No te muevas que vas a sangrar.  

-Yo puedo disparar, dijo el chico.  

-Sí, chaval. Pero yo no quiero que dispares.  

-¿Qué va a hacer, brigada? 

 

Martorell se pasó la mano, como una garra, por la cara. Y comenzó a recargar el revólver lentamente. 

                                                  * * * * * * * 

Claude Harris hubiera encendido el puro pero no lo hizo. No vayan a descubrirnos ahora esos rusos del puente. Bueno, de lo que queda del puente. El guardia civil y su gente están en el aserradero rodeados.

-No tienen ninguna posibilidad, Jim.  

-No. Claro que no, Claude.  

-Somos nosotros su salvación.  

-¿Queremos serlo?  

-Sí, por supuesto, Jim. Queremos serlo. Hay mucho dinero metido en esta partida. Y nos lo vamos a llevar. 

Masticó un poco la punta del habano y escupió en silencio. Pobre hormiga. Claude Harris arrugó su nariz de boxeador. Vio a tres o cuatro rusos acercarse al aserradero. Oyó algunos disparos y una ráfaga de ametralladora. Luego se hizo el silencio. Los hombres de Harris estaban ocultos en el bosquecillo, con las armas preparadas.

-Vamos a dejar que empiece el baile, Jim, y cogeremos a los rusos por detrás.  

Si no actuamos rápido los matarán a todos.

-Actuaremos rápido, Claude.

Claude Harris tenía prisa por acabar aquella puñetera misión. Todo se había complicado mucho más de la cuenta. Aquel guardia civil había sido demasiado astuto, pero estaba acorralado. ¿Y Kolstov? Ya no se mancha las manos sobre el terreno el viejo Igor, ¿eh? Mejor para él. En cualquier caso, aquella situación era muy sorprendente. Él venía a sobornar a unos tipos de un consejo de administración y estaba, una vez más, pistola en mano y dispuesto para un asalto. En la montaña, pensó. Es bonito. El cielo azul, sin nubes, se rompió de pronto por el vuelo oscuro de un cuervo. El pájaro negro sobrevoló el lugar donde estaba Harris y descendió hacia él.

-¡Demonios!, gruñó. Jim, no te muevas, muchacho. Si este bicho sale de aquí graznando la hemos jodido.  

El cuervo se posó en una rama por encima de Claude. Visto desde un determinado ángulo, parecía que el americano tuviese al pájaro sobre el hombro, como un pirata grotesco. El cuervo picoteó algo y luego dejó caer una masilla pestilente encima de Claude Harris. Un pajarraco con diarrea, qué asco, pensó, mientras contenía en el pecho todos los insultos que cuarenta años de carrera militar habían acumulado en su cabeza manchada y maloliente. 

La deposición del cuervo resbalaba sibilina y sucia por su calva, y cuando le llegó a la mejilla se la quitó con un pañuelo que había sido blanco. El olor se le metió en la nariz y en todo su enorme corpachón, y le pareció que todo él olía a letrina y que se iba a ahogar en un mar de mierda. 

Y es muy posible que así sucediese. 

-Van a atacar de un momento a otro, Claude.

Harris maldijo al cuervo una vez más y dirigió la mirada hacia el aserradero. En ese momento se abrió la puerta de aquella especie de cabaña de madera, muy despacio. Harris achinó los ojos. Y el cuervo emprendió el vuelo en silencio.  

-Atento a mi señal, Jim, dijo Claude Harris apretando el puro entre los dientes.  


 

El Cerco