domingo. 29.09.2024

Carmelo Joven, en efecto, sabía de qué iba. Pancho Estampa, el dueño de la editorial donde trabajaba, había comentado por la mañana que se preparaba algo gordo y que estuviese atento a sus órdenes. Que le citase esa misma tarde en su finca de la montaña no sólo evidenciaba lo importante del asunto, sino también que debía de tratarse de algo secreto, o quizá sólo reservado pero que precisaba manejarse con discreción y sin testigos molestos. A veces, cuando se lanzaba la campaña de publicidad de un libro nuevo, había que proceder con cautela porque no convenía que la competencia se enterase de qué libro era, ni qué materiales se estaban imprimiendo, ni qué folletos se enviaban a los distribuidores.

-Será algo de Vázquez, seguramente, dijo Carmelo en voz alta, como para que le oyese el cantante de la radio, porque no había nadie más en su Seat 850 Especial, cuatro puertas. 

 

Carmelo Joven había dejado Barcelona en dirección norte y ahora atravesaba pueblos próximos a la capital, siguiendo la N-II y maldiciendo los semáforos que le obligaban a parar cada dos por tres y que hacían muy lenta la travesía de esos pueblos. La carretera nacional era como la calle mayor: estaba llena de tiendas y de bares, empezaban a proliferar las oficinas bancarias, los autobuses y los coches, que ya no sólo eran 600 y todos los demás de la Seat, algún 2 CV, algún Gordini o los «cuatro latas» de la Renault; había modelos nuevos más sofisticados y la gente iba en 1430 o en R12 o en 127 o en R5 o en Dyane y hasta en Mini. Pero la carretera era la misma. También había carros con ruedas de goma. Ahora un camión Barreiros había tomado la curva demasiado abierta y por no llevarse por delante a un ciclista había embestido a un percherón anciano y le había partido la cabeza, de tal modo que los ojos se le habían salido de las órbitas y tenía la boca abierta en una mueca horrible, como uno de los caballos torturados del Guernica, y el cuello roto y volteado hacia atrás como si fuera un exhibicionista travestido y obsceno. Las ruedas delanteras del camión le pisaban el abdomen y se le salían lentamente los intestinos, como serpentinas purulentas bañadas en una sangre espesa que surcaba la carretera y le daba el aspecto del lomo de un toro bravo recién picado, rojo sobre negro. El arriero trató de levantarse y resbaló a causa de la sangre en el asfalto y cayó de espaldas y defecó varias veces sobre la madre de toda la humanidad desde Adán y Eva. El guardia del salacot mandaba circulen, circulen, a todo el personal, pero allí no circulaba nadie. Un niño se reía y quería las canicas, que eran los ojos del pobre caballo. Su madre cerró los suyos para no vomitar.

-A ver cuándo terminan la autopista y nos ahorramos todo esto, leche. 

Dejó la carretera nacional y se adentró por una comarcal que iniciaba, serpenteante, un suave ascenso hacia las montañas. Bosques de pinos y encinas se extendían a ambos lados de la estrecha vía; aumentaban las curvas y disminuía la calidad del firme.

-Yo creo que estas carreteritas no las han tocado desde la República.

En el puentecito que salvaba el pequeño riachuelo de aguas verdes y contaminadas por el vertedero de más arriba, Carmelo tuvo que parar y dejar paso a un tractor renqueante. Siempre que hay un puente donde sólo cabe un vehículo, llegan dos al mismo tiempo. Es un principio que debería incorporarse a los de la «Ley de Márfil» o de «Morfing» o como se llame ése que tanto le gusta a Pancho, pensó Carmelo, mientras encendía un Ducados. Pasado el puente, apareció tras una curva inmensa el viaducto de apariencia romana, en cuyo extremo se ubicaba la estación del pueblo. No había ningún tren y Carmelo lo lamentó, porque le gustaban los trenes. De hecho disfrutaba como un enano -¿será que la gente de estatura normal no disfruta tanto?- con el tren eléctrico que los Reyes Magos habían traído a sus hijos. En fin, que no vio ningún tren. Y lo que vio, al poco, fue la impresionante mole de la montaña. 

Era el colosal peñasco rojizo partido en dos, muy estratificado en la cumbre, que había contemplado tantas veces. Rodeado de pinos y abetos hasta su base, se le antojaba una de esas cumbres de los escenarios desérticos de las películas del Oeste. En los westerns siempre pasan cosas importantes en las montañas. Recordaba ahora “El hombre de Laramie”, cuando al final, en una montaña, James Stewart coge por fin al malo, Arthur Kennedy, que hacía de malo de verdad, un traidor sin moral, un perfecto sinvergüenza. La montaña de los indios, les decía a sus hijos cuando iban de excursión por esta parte del país. ¿Hay indios?, preguntaban sus hijos. Sí, muchos, pero están escondidos. Los indios, cuando son malos, están escondidos. No se les ve. Salen por la noche, a cazar. ¿Y hay indios buenos? Claro, en todas partes hay buenos y malos. ¡Pues yo quiero ver a un indio! Pues ya lo verás otro día, niño. ¡Vamos, que hay que cenar! 

 

La casa de Pancho Estampa estaba al pie de la montaña y en el camino que llevaba a la entrada principal Carmelo contó cuatro automóviles: tres Mercedes y un Seat 1430 en cuya placa se leía PGC. «Parque Guardia Civil». ¡Coño! ¿Qué habrá pasado? Carmelo aparcó detrás de un Mercedes y comprobó que había un tipo dentro del coche. También había alguien dentro del 1430 de la Guardia Civil. Empezaba a oscurecer. Bajó y cerró la puerta con llave y se quedó helado. Una respiración profunda, enigmática y jadeante, como de alguien que exhalase desde el fondo de los pulmones un vaho ancestral, hizo que se le cayesen las llaves de la mano y se iniciase una urgente revuelta en su bajo vientre. Y eso, ¿qué es?, pensó. O no lo pensó y lo dijo. Se agachó para recoger el llavero y se le escapó un cuesco sin ruido. Creyó que se había ensuciado. La respiración continuaba con un ritmo lento y tenebroso y a él le parecía que era cada vez más fuerte. Entonces tuvo la ocurrencia de acercarse al coche de la Guardia Civil. Allí un chaval joven le apuntó con un pistolón a través de la ventanilla.

 

-¿Qué le pasa, hombre?, dijo el chaval del pistolón. 

-Alguien respira ahí fuera.  

-Todo el mundo respira, si no mal andaríamos, apártese de la puerta que no puedo salir.  

-¿No lo oye? 

-Sí, viene de ese pino, contestó el chaval guardia civil.

 

Entonces el chaval guardia civil apuntó alto y disparó un par de veces. Y del pino salieron muchas plumas y muchos chorritos de sangre, como un castillo de fuegos artificiales, y de la rama colgaba una especie de pollo negro y decapitado del que manaba un líquido turbio.

-Era una lechuza. A veces, hacen un ruido como el de un borracho dormido cuando respira, dijo el chaval enfundando el arma. ¿Va usted a la reunión? 

-Pues sí, sí, contestó Carmelo secándose el sudor. 

-¿Qué ha pasado, Fran?, Martorell se había asomado a la terraza. 

-Nada, mi brigada, una lechuza. ¿Le gustan fritas? Sube un señor. Denle algo de beber.

El tipo del Mercedes ni se había movido, pero miró a Carmelo con recelo, vio por el retrovisor cómo el joven guardia volvía a su coche y cerró las puertas con seguro. Carmelo Joven subió las escaleras que daban a la terraza, llamó a la puerta y le abrió el propio Estampa. 

-Carmelo, perfecto. Íbamos a empezar ahora mismo. Pasa, te voy a presentar.

Pancho Estampa se dirigió a un individuo muy bien trajeado de más de cincuenta años y lo presentó como Juan Escala, presidente de Motorico. A su lado, un tipo más joven y muy serio que parecía una mezcla de Edward G. Robinson y Georges Raft le saludó con un monosílabo mientras depositaba un robusto habano en el cenicero. Se llamaba Tono Oliveira o algo por el estilo. El tercer hombre era el chófer, pero tenía pinta de gorila. Y por fin Pancho Estampa le presentó al brigada Martorell de la Guardia Civil.

 

-Encantado, dijo Carmelo. Pero, ¿por qué no va usted de uniforme, brigada? 

-Porque a lo peor pertenezco a la «brigadilla», una sección especial del Cuerpo. 

-¿Secreta? 

-Si se lo digo, dejará de serlo, bromeó Martorell. Pero ya no bromeó tanto cuando Oliveira le preguntó si la Guardia Civil se dedicaba ahora a asesinar animales. 

-Depende del tipo de animal, caballero.

 

La estancia era bastante grande. Había una chimenea con el fuego encendido y al lado una silla donde se sentaba Oliveira, a quien el reflejo de las llamas tatuaba el rostro como si fuera un apache. El tipo era de tez morena y tres o cuatro trazos ígneos le surcaban la cara en vertical. La sombra del puro subrayaba sus labios y descendía por la mejilla. Los párpados palpitaban cambiantes: ahora en un tono granate, ahora bermellón y ahora carmín oscuro. Miró a Carmelo y emitió otro monosílabo. A lo mejor ha dicho ugh, se dijo éste, vaya personaje. Junto a Oliveira estaba el chófer, el gorila, y detrás una mesa grande y robliza con algunas botellas, una cubitera, ceniceros y vasos y copas. Más sillas. Un sofá que ocupaba el tal Escala, que parecía preocupado y no hacía más que mirar la cabeza disecada de una cabra hispánica que coronaba la puerta de entrada al salón. Es posible que viese en ella una lúgubre señal premonitoria. Era de noche. El ululato de un búho fue otra señal porque el editor Estampa tomó la palabra. 

-La situación es la siguiente, si he comprendido bien lo que comentábamos esta mañana por teléfono, señor Escala, Motorico se vende a una compañía japonesa. 

-La Mitsuhiro Co., exactamente, confirmó Escala. 

-Bien. Como Motorico es el primer fabricante español de automóviles y desgraciadamente atraviesa un mal momento y acumula pérdidas multimillonarias, el Gobierno ve con buenos ojos la venta de la empresa. 

-Así es, volvió a confirmar Escala. El Estado, a través del INI, se ha cansado de poner dinero para salvar la compañía. Yo mismo he hecho las gestiones para encontrar un socio transnacional potente que quisiese comprar. 

-Bueno, pues se vende la Motorico a los chinos y listo, ¿no?, dijo Carmelo. Por cierto, ese whisky que tienes ahí, Pancho, ¿qué es? 

-Whisky, Carmelo. Tú lo has dicho. 

-Sí, pero parece raro. 

-Es bourbon, Carmelo. Y deja de decir chorradas, más vale que te calles. 

-No es tan fácil, señor Caramelo, apostilló Oliveira. A los sindicatos, especialmente a Comisiones Obreras, no les interesa que se venda Motorico: les interesa que el INI haga un plan de ajuste, que tengan que echar a gente, como es normal en estos casos, y entonces ellos la lían. 

-¿Quiénes son ellos?, interrumpió Carmelo. 

-Los de Comisiones Obreras, señor Caramelo. Si hay despidos, hay huelga; si hay huelga en Motorico, hay huelga solidaria en otras industrias; si hay huelga en otras industrias se puede llegar a la huelga general revolucionaria. ¿Me explico?, concluyó Oliveira. 

-Creo que lo entiendo, respondió Carmelo. 

-Menos mal, comentó Pancho Estampa. 

-Sin embargo, hay más gente interesada en que no se produzca la venta de Motorico, Juan Escala se arrellanó en el sofá y siguió con calma. Hay consejeros de la empresa, los nombrados a dedo por los antiguos dirigentes del INI, que no ven con buenos ojos la venta. Uno de ellos, el teniente general V., creo que le pone velas a san Pancracio para que salga bien el plan de Comisiones y triunfe la huelga general. Tiene amigos en los cuarteles que no dudarían en sacar los tanques a la calle. Digo yo que espera que le nombren Ministro de Defensa o algo similar en un nuevo Gobierno golpista. 

-Es muy probable que haga algo más que ponerle velas al santo, comentó el brigada Martorell. 

-Sí, es muy probable, continuó Escala. Pero es que, además, tengo la sospecha de que el teniente general y otros cuatro consejeros están en contacto con la General Engines. 

-¿La famosa General Engines?, preguntó Pancho Estampa. ¿La de «lo que es bueno para la General Engines es bueno para América»? 

-La misma, dijo Escala. 

-Muy interesante pero, ¿todo esto no les da sed?, preguntó Carmelo. Pancho tiene allí un selecto whisky de borbón que es una pena que se pierda. 

-Pues con los americanos hemos dado, amigo Sancho, sentenció Estampa, remedando a Don Quijote. 

-Cierto. Y lo malo es que el contacto de mis consejeros no es directamente con la General Engines, sino a través de Carlyle. 

-¿Carlyle? ¿Quién o qué es Carlyle, señor Escala?, Pancho Estampa no pudo reprimir un respingo. 

-Quién o qué, ésa es la cuestión. Yo creo que se trata de una organización, no sé si privada o con alguna conexión con el Pentágono, que misteriosamente siempre aparece en las transacciones internacionales vinculadas al… 

-¿Al…?, preguntó Carmelo. 

-Al tráfico de armas. 

-Pero la General Engines no vende armas, dijo Estampa. 

-No, pero fabrica motores para aviones militares, lo que viene a ser lo mismo. Bueno, vayamos al grano, continuó Juan Escala. Carlyle está en contacto con los militares de allí y de aquí. Y, por alguna razón que desconozco, está mezclada en este affaire e interesada en Motorico. Pero, como es lógico, les interesa pagar lo menos posible por la empresa. Así que tampoco les vendría mal que los de CC.OO. montasen un follón que arruinara la compañía: pagarían entonces un precio de saldo por ella. 

-¡Muy listos!, exclamó Carmelo. Insisto, ¿no tienen sed? 

-Así que los comunistas y los capitalistas se entienden, ¿no?, dijo Estampa casi para sí mismo. 

-Lo han hecho desde siempre, comentó el brigada Martorell. Leí en un libro de Karl, Mauricio Carlavilla, ediciones NOS, de hace más de veinte años que fueron capitalistas judíos alemanes y suizos los que armaron a Lenin; y los estados capitalistas francés e inglés los que, al no poner aranceles a la exportación alemana, permitieron el rearme de Hitler. Un día se tendrá que estudiar a fondo todo esto. En fin, que los rusos también están en este ajo. 

-¿Se refiere usted a lo nuestro, a lo de Motorico?, preguntó Escala. 

-Sí, señor, continuó el brigada. Las conexiones de los soviéticos con los sindicatos y los partidos comunistas no son un secreto para nadie. España no es la excepción y les encantaría tener protagonismo en nuestra transición democrática. Martorell hizo una pausa y miró a Oliveira, que sostenía el puro como el cañón de un revólver. Prosiguió. Piense, además, que la vieja guardia del Partido Comunista de España son en su mayoría estalinistas convencidos. Gente que no claudica fácilmente. 

-Sí, pero ahora con el eurocomunismo…, intervino Pancho Estampa, cada vez más interesado en la vertiente política del problema. 

-Eso es un invento de Enrico Berlinguer, al que se ha apuntado Carrillo también. Pero no me lo creo. Siguen dependiendo de Moscú, vía Bulgaria y Rumanía, por lo que sabemos. Y, por lo que también sabemos, uno de sus hombres en España es Kolstov, Igor Kolstov. Un tipo listo, peligroso y liante. Otros, claro, son de aquí. El rostro de Oliveira se ensombreció a pesar del reflejo de las llamas, era una cabeza de vudú.

-Creo que voy a resumir el problema, antes de proceder con el whisky de borbón, dijo Carmelo. Veamos: Motorico se vende a los japoneses, pero los sindicatos comunistas no quieren y los consejeros del antiguo régimen prefieren a la General Engines, que les untará bien, a través del intermediario Carlila o como se llame. Americanos y rusos están de acuerdo, por distintas razones, en boicotear la venta de la empresa. 

-Muy bien, señor Caramelo, dijo Oliveira en tono jocoso. Se ha ganado usted un vasito de whisky. ¿Me permite la botella, señor Estampa? 

-Cómo no, yo mismo la abriré. Llegados a este punto, debo decir que esa gente ya ha empezado a actuar. ¡Caramba, no puedo con esta botella! 

-A ver si yo…, dijo Oliveira. 

-Efectivamente, por eso hemos tenido que imprimir las acciones de la ampliación de capital de Motorico, que pasan a manos japonesas por la noche, en la imprenta de la editorial de Estampa, con operarios afines, argumentó Escala. 

-Aunque no puedo garantizar una confidencialidad total, replicó Estampa. Los de CC.OO. son muy activos en mi empresa. 

-En todas las empresas, siguió Juan Escala. Ya está convocada una huelga de transporte para mañana, como aperitivo de la que se montará porque su líder ha sido recientemente encarcelado. Eso nos va a impedir trasladar a Suiza las acciones, al banco que intermedia la operación de venta. Las acciones deben estar allí dentro de tres días. Que no lleguen es el objetivo tanto de los americanos como de los rusos. 

-Que lleguen es mi objetivo, dijo el brigada con fría parsimonia. Ya se ha dicho que el Gobierno está interesado en la operación, de modo que ha encargado a la Guardia Civil que discretamente «tutele» el caso. 

-Muy bien, brigada, dijo Juan Escala. ¿Y qué piensa hacer? 

-¡Abrir la dichosa botella de una vez!, gritó Carmelo. 

-¿Cómo? 

-Uy, perdón, señor Escala. Pruebe usted, a ver si abre este borbón.

El brigada Martorell cogió la botella de bourbon y le rompió el cuello golpeándola contra la base de piedra de la chimenea.

-Su whisky, señor Joven. Luego se dirigió a la expectante concurrencia y dijo: Sacaremos las acciones de la imprenta esta noche. 

-¿Cómo?, preguntaron a coro Pancho Estampa y Juan Escala. 

-En una ambulancia, señores. Yo me ocupo de todo. Le pido, señor Estampa, que el señor Carmelo Joven venga conmigo. 

-¿En calidad de qué, brigada? 

-En calidad de enfermo, repuso éste. 

-No tendrá que actuar mucho para parecerlo, dijo Estampa. 

-Bien, en serio. Según consta en el informe que me han dado en el Servicio, nuestro contacto en Credit Suisse es mister Fukuyama. 

-Así es, dijo Escala. 

-Y a Fukuyama lo conoce usted, por supuesto, señor Escala, y usted señor Estampa. 

-Y también Carmelo, dijo Estampa. Llevó el tema de la impresión de las acciones. 

-Es lo que me figuraba. Necesito al señor Joven para que identifique a Fukuyama y no nos líen. Estos orientales se parecen todos. 

-No hay problema, intervino Carmelo eufórico. Me llevé de juerga una noche a Kenji. 

-¿Kenji?, preguntó Estampa. 

-Kenji Fukuyama, sí. Le conozco bien. Pero bien. Tiene dos lunares en el… 

-Vale, Carmelo, detalles escatológicos otro día, cortó Estampa. Te vas a Suiza con el brigada Martorell. Quería que te ocupases de sacarle información, vía otra noche de copas, a uno de los enlaces sindicales de la casa pero… 

-Pero de eso, y de más cosas, se ocupan otros agentes, dijo Martorell. Usted quédese tranquilo, señor Estampa. 

 

La reunión, prácticamente, terminó aquí. Hubo despedidas, algún bourbon más y los típicos comentarios sobre el tiempo. Luego se fueron todos juntos. La casa quedó vacía y el cielo, sin estrellas, amenazaba lluvia. A Fran le pareció que la noche era tan oscura que no se distinguían las sombras.

-Vamos a seguir a Oliveira, chico. 

-¿Y la ambulancia, brigada? 

-Ya está en el cuartel. Es pronto aún. Vamos tras ese tipo. ¿La radio? 

-Lista. 

El 1430 siguió al Mercedes a una distancia prudencial. 

-No hace demasiados esfuerzos por despistarnos. 

-No. 

Los dos coches entraron en la ciudad por la Meridiana y se dirigieron al Barrio Chino. 

-¿Se va a ir de putas éste ahora? 

Desde una esquina cercana, los dos dentro del coche, Martorell y Fran observaron cómo Oliveira y su chófer se metían en «La Paloma», una sala de baile modernista de la calle del Tigre, muy animada.

-Pide algún refuerzo, chico.

Entraron en el local. El brigada se quedó cerca de la puerta y Fran se fue hacia la pista de baile. Oliveira estaba en la barra hablando con dos sujetos. Había estudiantes y oficinistas, y putas y gitanos, y señoras y señores y la orquesta, y un follón considerable. Camareros que van y vienen con bandejas como platillos volantes, y un olor a perfume barato y a sudor. Y a meados, ahora que el brigada pasaba cerca de los urinarios. En ese mismo momento, Fran estaba arrancando de las garras de un dragón borracho con patillas decimonónicas a una bella damisela sollozante. Se hizo un corro. Y quedaron Fran y el monstruo frente a frente.

-Vamo tú y yo pafuera, joputa, que te vi a rajá y te va a comé las tripa. 

El patilludo empujaba a Fran hacia la salida con empellones bruscos y babosos. Ya cerca de la puerta, Fran se tiró hacia atrás cuando el otro iba a empujarle. El gitano se venció y Fran le encajó un puñetazo tremendo en la boca del estómago y cuando se dobló con un grito desgarrador el puño de Fran impactó en la boca del gitano: un diente se le quedó clavado en los nudillos teñidos de sangre. Con la sangre saliéndole de la boca a borbotones, el caló fue a caer sobre una mesa tirando todo lo que había en ella. Y allí quedó inconsciente con la boca abierta hacia un lado y regando de sangre fresca a unas señoras bien vestidas que no podían cerrar la boca ni tampoco podían gritar, pero que se orinaron a discreción sobre las medias de seda. Unos cuantos gitanos rodearon a Fran. Uno, a su espalda, sacó una navaja. 

-Deja eso, niño, dijo el brigada retorciendo el brazo de la navaja hasta que un crujido y un quejido taurino pusieron fin a la llave. 

-¡Los picos!

Los gitanos desaparecieron y Fran oyó la voz de Martorell gélida y lejana. Era otra voz. 

-Estamos de servicio. Y a ti te pierden las mujeres. 

Oliveira se había esfumado. Los refuerzos del brigada habían detenido en la calle a los gitanos. 

-Que se vayan, ordenó Martorell. Éstos no tienen nada que ver en el asunto. ¿Habéis seguido al Mercedes? Bien. Nos vamos a Suiza, chico. Ya hablaremos de esto con el jefe a la vuelta. 

El brigada volvía a tener su voz. Fran tenía un diente en el bolsillo. Llovía. 


 

Cuatro días antes - Parte 4