domingo. 29.09.2024

Carmelo Joven estaba fumándose un pitillo sentado a la mesa de una de las tres que componían la reducida terraza del bar Scotch Corner, también conocido como «El Antiguo». El Antiguo, de nombre Jaime, era el dueño del local y parecía salido de una película de gangsters de los años 40. Lucía un bigotito a lo Xavier Cugat y, de hecho, había servido en Las Vegas y Copacabana y también en «Boadas» y en «Chicote». Decía que la gente de ahora no sabía beber. Que antes había señores y señoras que apreciaban sus Dry Martinis y sus Negronis, y los apreciaban tanto que se metían tres o cuatro antes de comer y no se les notaba; lo que se notaba, claro, es que era gente de dinero con solera y que lo sabían llevar, no como en estos tiempos en que cualquier nuevo rico se las da de entendido en whiskys -algunos son auténtico vitriolo-, y se cuecen sin remedio y sin urbanidad. El Antiguo le había ofrecido un Manhattan a Carmelo Joven. 

No tengo sed, había respondido éste, como si la sed fuera algo que tuviese que ver con tomarse un Manhattan. 

 

-Ponme un Jotabé y déjate de leches, Jaime. 

 

El hecho de que Carmelo estuviese fumando no sería particularidad reseñable de no ser porque lo tenía prohibido a causa de un principio de asma de carácter psicosomático, según el doctor Reig; porque su santa velaba con mano férrea y sonoros cabreos por su salud y porque su sobrina, junto a él, también fumaba; ella lo hacía con menos fruición porque era mujer comedida en todo y disfrutaba los pequeños placeres de la vida con mayor recato que su tío. Carmelo vació el vaso de whisky de un trago.

 

-Jaime, se me ha caído el Jotabé. 

-¿No le ha hecho el paladar, señor Joven? 

-De momento, no me ha hecho nada. Tráeme otro, Jaime, a ser posible esta misma tarde.

 

De repente, Carmelo le pasó el cigarrillo a su sobrina, que se encontró fumando a dos manos; se sacó el chicle de la boca y se le quedó pegado al dedo índice de la mano derecha. Y con esa misma mano saludó a su mujer, Dominga, con una vacilante onomatopeya.

  

-¿Estabas fumando, Carmelo? 

-No, cariño. 

 

Al tiempo que Dominga depositaba el residuo de goma de mascar en la bandeja de Jaime, su sobrina tiraba el cigarrillo de Carmelo en el vaso de refresco que tenía ante sí. 

 

-¿Le traigo un cenicero, señorita?, inquirió El Antiguo.

  

Y mientras Carmelo trataba de explicar a su mujer las bondades de mascar chicle y beber whisky al mismo tiempo -“Así no se te queda la boca pastosa y eliminas el olor a alcohol con mayor rapidez y eficacia”-, vino a sentarse una pareja de ejecutivos a la mesa de al lado; y uno de ellos, al acomodarse, golpeó suavemente con la suya la silla de Carmelo. Éste se giró de inmediato y advirtió que a su vecino se le había caído la americana que acababa de colgar del respaldo de la silla.

 

-Nada, no se preocupe, yo le ayudo, dijo Carmelo alargándole la americana.

  

El ejecutivo iba a agradecer el gesto pero enmudeció repentinamente, miró a su nuevo vecino con los ojos desorbitados y bramó de dolor. 

Carmelo, arrepanchigándose en la butaca de mimbre con mayor desparpajo del que la buena educación permite, había aplastado entre los respaldos de las dos sillas los dedos de aquel individuo, que seguía empeñado en colgar la americana.

 

-¿Qué le pasa ahora?, preguntó Carmelo volviéndose y forzando aún más la presa sobre las manos progresivamente cianóticas del pobre ejecutivo. 

-¡Oh! Vaya hombre…Perdón, ¿duele? Permita que le haga una cura de urgencia. Jaime, pásame el hielo del Jotabé.  

-No, no. Déjelo, por favor, no haga nada más, suplicó el ejecutivo, mientras se metía los dedos de ambas manos en la boca y los chupaba como si fuesen un helado. 

-¿Le recojo la americana del suelo? 

-¡Deje en paz la americana! ¡Déjeme en paz! Por lo que más quiera, no toque nada, se lo ruego. 

 

Jaime conocía a Carmelo desde hacía muchos años y no fue una sorpresa para él que su ínclito cliente aprovechara la circunstancia de que aún tenía los cubitos en la mano para colárselos por el escote a su sobrina. No fue una sorpresa que Dominga aullase como una posesa al ver lo que hacía su marido, aullido que inició una serenata de ladridos de todos los perros del barrio. No sorprendió a Jaime tampoco que, como consecuencia de la gamberrada, la sobrina se levántase como un rayo y de un golpe con el hombro le volcara la bandeja. Ni que la cubitera aterrizase en la cabeza del ejecutivo dolorido, que parecía ahora un guerrero medieval y se golpeaba la testa contra la mesa, sollozando. Ni que la botella de whisky se partiese en el suelo en mil pedazos y los restos de vidrio se clavasen en las pantorrillas del otro ejecutivo y se las dejase con la apariencia lastimosa de un cactus de color rosa. Ni que los vasos rodasen por las mesas vaciando su contenido a discreción sobre los presentes y que minutos después no quedase nadie en el bar a excepción de Carmelo y de El Antiguo, que tranquilizaba a una patrulla de la guardia urbana, se conoce que avisada por algún vecino quisquilloso, molesto por los ladridos de los perros. 

Libre de testigos, Carmelo encendió otro pitillo.

 

-Es increíble lo nerviosa que se pone la gente por una chorrada, dijo. Empezando por mi mujer; menos mal que se ha ido a ver a su hermana, que vive cerca de aquí. A ver si termina Jaime con la guardia urbana y le pido otro chisme.

 

Jaime despidió a la patrulla y empezaba a poner orden en la terraza, cuando sonó el teléfono. 

-Ya voy, ya voy, ya voy, masculló, trapo en mano. Y se perdió en el interior cálido y acogedor del local. 

-Señor Joven, dijo El Antiguo desde la barra, perdone la molestia, pero acaba de llamar el señor Estampa y dice que le espera a usted en la montaña, dentro de dos horas. Que usted ya sabe de qué va. 

 


 

Cuatro días antes - Parte 2