domingo. 29.09.2024

El tren ha salido del túnel y traquetea al filo de un acantilado. Oscuridad sobre el abismo. El mar, abajo y a lo lejos, produce vértigo pero los viajeros se dan con las rodillas porque están demasiado próximos y se miran a la nariz de rato en rato y así ahuyentan todos los vacíos. Una gaviota aletea sobre las aguas. Otro túnel. El cristal de la ventana refleja su traje gris recién planchado, aunque no le da tiempo para verse la cara. Caos fugaz. Cuando llega la luz, el mar se ha ido y se ven arrabales secos y sucios, una estepa inexpresiva, concreta en sus chabolas, en sus basuras y en su gente miserable y dura. Parece incluso que el vagón hierve ahora con un resol de podredumbre. Luego la ciudad y la estación de término. Humo negruzco, un vaho plomizo que se deshace lentamente en el aire quieto. Desciende del tren sin prisa, se ajusta la sobaquera y se queda ahí, al pie de la escalerilla, entre el humo que va y que viene y esa voz de reloj que anuncia, también, idas y venidas. «Tren tranvía procedente de Villanueva, estacionado en vía seis». Por fin, el veterano brigada de la Guardia Civil se dirige a la salida. Deja atrás los andenes y se para de nuevo junto a la verja de la puerta principal de la estación. No le sigue nadie; o, por lo menos, eso cree. Reemprende la marcha, el andar cansino, la cabeza ladeada, el ceño fruncido, los ojos vivos. Entra en un bar y pide un vaso de agua. 

-¿Tiene aspirinas?

El veterano brigada de la Guardia Civil ha ido a un entierro y le duele la cabeza porque el dolor moral, a veces, duele físicamente. Apoyado en la barra, mira hacia la calle bulliciosa, trivial en apariencia.

-Deme una ficha para el teléfono, le dice al camarero. Y llama a la comandancia. 

-El asunto de Motorico se pone en marcha con carácter de urgencia, bien, bien, mi coronel. Sí, estoy ahí en quince minutos, mi coronel. ¿Subir a la montaña de…?  Sí, en cuanto llegue. Buenas tardes, mi coronel.  

 

El brigada Martorell iba a subir a una montaña a recibir instrucciones. Las montañas tienen algo de sagrado, nubes espesas las envuelven, los truenos resuenan en ellas como trompetas y lo divino las honra con su Presencia. En la montaña se han dado los Mandamientos y las Bienaventuranzas; se ha hablado con Dios y se ha transfigurado el mismo Dios; se le ha visto sudar sangre y en un monte se le ha asesinado. Pues qué bien, hombre. Pues qué buenos augurios. Debe de ser cosa de la edad y de los entierros, uno se pone trascendente porque empieza a verse cerca del otro barrio. Y por eso los funerales están llenos de viejos y de viejas, que cantan mucho durante la misa, o que no cantan nada y se quedan callados, gastadas ya todas las palabras y todos los llantos, y se ponen firmes cuando el cura de la voz atronadora hace la consagración, y las monjas, viejas también y gastadas como rosarios vivos, cantan en latín un cántico antiguo y luminoso al que se unen los ángeles y los santos, y callan entonces de rabia todos los demonios.

El brigada todavía arrastra pensamientos apocalípticos cuando entra en el cuartel sin ver al guardia de la puerta. Saluda lacónico a algún compañero y se dirige al despacho del coronel. 

-Martorell, aquí tiene la dirección de la casa del editor Estampa, en la montaña. Allí volverá a reunirse con los directivos de Motorico, recibirá información de última hora y podrá perfilar la operación, a salvo, en principio, de infiltrados.  

-¿Seguro?, no me fío ni de mi padre, que en paz descanse, mi coronel. 

-De todos modos, es cosa suya. Allí, además, conocerá a otras personas de la imprenta. Buen servicio, brigada.

 

«Paso de buey, vista de halcón, diente de lobo y hacerse el bobo». La vieja sabiduría del Cuerpo. Sin embargo, no le servía ahora para discernir si su montaña iba a ser un Sinaí, un Horeb, un monte Carmelo o un Gólgota. 

A lo peor, serán un par de ellas, porque en ésta de hoy se prepara la misión, pero hay que cruzar los Alpes y llegar a Suiza para cumplirla.

-Encomendémonos a san Bernardo, le dijo a su ayudante, ya en el coche. 

-¿Cómo?, respondió éste, más atento al volante y a la radio. ¿Música, mi brigada? 

-Bueno, pero normal. 

Exodus, movement of Jah people, movement of Jah people. 

Send us another brother Moses gonna 

cross the Red Sea, movement of Jah people. 

Send us another brother Moses gonna cross the Red Sea. 

Exodus… 

-¿Qué música es ésta?  

-Reggae, mi brigada. Lo último. 

-¿Y qué dice? 

-No sé. La canción se titula Éxodo. 

-Vaya con las coincidencias, muchacho. 

-¿Qué?, replicó Fran, mientras adelantaba a un camión. 

-Nada, hijo, nada. 

El joven guardia Francisco Cortés, Fran para amigos y enemigos, era alto y atlético. Nieto de Mauricio Cortés, un robusto descargador del muelle, anarquista, figura destacada de aquellas huelgas de 1908. Su padre hizo la guerra con Franco, cosas que pasan. Y Francisco había salido a su padre. 

Desde hacía un año, o sea desde su incorporación a la «brigadilla» -unidad de la Benemérita de servicios especiales-, acompañaba al brigada Martorell como una sombra. Más sabiduría del Cuerpo: guardia joven con guardia viejo. 

Uno aprende, el otro enseña lo que no dicen en la Academia. Uno vigila al otro y el otro al uno. Lo de ir por parejas es costumbre religiosa y muy antigua. Y es un sistema muy eficaz. Fran había aprendido mucho al lado del viejo brigada.

-Ingresé en la Guardia Civil hace siglos, poco después de la guerra del moro, procedente del Ejército y cansado de ser cabo de cocina, le contaba Martorell mientras paseaban por el mercado de Sants y esperaban a que el Mingo les diese un soplo, y ellos le diesen al Mingo unos duros para costo y alguna colleja perdida. Quería más acción que la que podía encontrar entre las perolas, o matando gatos que pasaban por conejos en el rancho del cuartel porque no llegaba el dinero, tú eso no lo entiendes, chaval, porque ahora tenéis de todo, pero yo he comido gato y lagartos y me he fumado las hojas de los plátanos de la Diagonal liadas en papel de diario. 

-¿Qué quieres ahora, Mingo? 

-Es que me he confundío y no es en la estación donde les espera ése del sindicato, es en la parada de taxis de Hostafranchs, ya sabe. 

-Ya. 

-Oiga, se lo juro, brigada. 

-Vete a hacer puñetas. 

-¿Nos ha dicho la verdad, brigada?  

-Sí, chico.  

-¿Cuándo?  

-Las dos veces.  

-Ese comunista ha cambiado la cita.  

-Precaución elemental, chico. Yo he sufrido cuatro atentados. Dos de ellos antes y dos durante la contienda. Y sólo de uno escapé por suerte: me levanté a orinar una noche y cuando volví a la cama tenía un balazo en la almohada. Nunca desde entonces, chaval, me he situado, ni he situado una silla, un sofá, una cama o una mesa, cerca de una ventana si hay edificios enfrente. Y nunca he dado la espalda a una puerta, ni a la entrada de ningún sitio aunque no tuviese puerta. Y siempre hay que colocarse, tanto en campo abierto como en interiores, en un punto que permita el control de la zona y facilite la huida, si van mal dadas.  

-Sí, ya lo sé, brigada.  

-¿Sí? Pues es muy importante, chico. Porque esto me entró en la mollera con sangre en otro atentado, cuando tres pistoleros me cerraron el paso en una calle sin salida del barrio de la Torrassa. Nunca debí hacer un registro en aquel almacén al final de la calle. Cuando quise darme cuenta, mi compañero había sido abatido y los tres sicarios avanzaban hacia mí disparando fría y metódicamente. Eran profesionales, chico, los del Sindicato Único, elementos peligrosos, malcarados y sinvergüenzas. Yo siempre he tenido buena puntería, pero en aquella ocasión fue excepcional: dos disparos, dos dianas. El tercer hombre huyó.  

-¿Y ahora cómo anda de puntería, brigada? 

-Bien. Espero.

-Ah. 

En la parada de taxis de Hostafranchs se les acercó un individuo sombrío. Tenía la cara marcada por la viruela y la voz de cazalla.

-Se va a montar una huelga en Motorico, porque han encerrado al fulano aquél, al líder de Comisiones Obreras.  

-¿Y cuándo se va a montar?  

-Pronto.  

-¿Y quién está en el ajo?  

-Todos los que usted ya conoce.  

-¿Nadie más?  

-Nadie más, brigada.  

-¿Seguro?  

-Sí, brigada.  

-Ven, acompáñame al cuarto de baño, porque tienes ganas de orinar, ¿verdad?  

-No, brigada, no, no, brigada, no, al water no. Yo le cuento.  

-Salgamos fuera.  

-Hay un tal Oliveira, un jefe de Motorico. Ése manda ahora en el sindicato, no sé cómo, quiero decir que no sé por qué manda, pero manda. Viaja al extranjero bastante. Desconfíe, brigada.  

-¿Oliveira, dices?  

-Eso es.  

-¿Seguro que no tienes ganas de orinar?

  

Y el soplón salió corriendo como alma que lleva el diablo; Fran y el brigada le dejaron ir, y Martorell continuó con su historia; también saludó a tres gitanos que le debían un favor, parece ser.  

-Sí, chico, otro atentado me sirvió para entender que los horarios y las costumbres fijas son mortales si eres el objetivo de pistoleros anarquistas o terroristas.

Este era un tema que Martorell llevaba tan a rajatabla que a Fran le molestaba, porque ahora en Barcelona, que él supiese, no eran objetivo de nadie. Pero entre los hábitos más naturales del brigada, como dormir la siesta, tomarse una copita de anís para combatir los gases o jugar al dominó, estaba el salir de su casa a una hora distinta cada día; y el pararse en el portal durante cinco minutos y observar la calle, y el volver a entrar y volver a salir; y el encaminar sus pasos en una dirección y cien metros más allá darse la vuelta y tomar otro camino. Y el no acercarse al cuartel por la misma calle ni en el mismo medio de transporte; y el dar rodeos interminables por las calles cercanas a aquella donde tenía una cita, por lo menos una hora antes de que llegase el interfecto; y el tener medio comprados por su cuenta y riesgo a unos cuantos chorizos, macarras y soplones. 

Por eso Fran no se inmutó cuando salieron de la ciudad en dirección sur para ir a la casa del editor Estampa, que estaba al norte, con tres horas de margen para un viaje de una hora escasa. Fran no se inmutó, pero pensó que el brigada una vez más exageraba las precauciones. 

-¿Pararemos a tomar un café, brigada? Tenemos tiempo de sobra. 

-No, muchacho. 

-No, muchacho, hay que inspeccionar la zona, dijo Fran imitando a Martorell. 

-Eso es, eso es. 

-Lo que pasa es que su mujer se ha pasado hoy y usted quiere poner tierra de por medio, ¿eh, brigada?

Martorell no contestó. La verdad era que no se llevaba bien con su mujer. Tenían grandes broncas frecuentemente y si no se separó hacía mucho tiempo fue porque su único hijo le pidió que no lo hiciese. (Su otro hijo, una pena, falleció de pulmonía). 

-Qué ejemplo darás a tus nietos, padre. 

Al brigada Martorell le sonó a orden, una orden que venía del corazón de quien más amaba en este mundo y que llegó al suyo con una ternura indescriptible. 

Y la cumplió. Porque si algún rasgo definía a aquel hombre de pelo blanco, ojos vivos y rostro cuajado de arrugas como la tierra reseca del Maestrazgo, era la disciplina: era un hombre esencialmente disciplinado. Un hombre humilde, un desgraciado que se quedó huérfano a los siete años porque murió su padre, un viejo carlista, borracho, jugador y pendenciero, que había visitado todas las cárceles de la región y había matado ratas a pedradas para comérselas. La última vez que estuvo en la trena fue porque había guardado una caja, que él no sabía qué era ni lo quería saber, él sólo quería vino, y resultó que la caja contenía una máquina de falsificar billetes. 

-Menuda putada, hijo mío, qué tristeza que me veas matando ratas aquí en este agujero.

  Se murió su padre. Su madre había muerto unos cuantos años antes. Y se quedó solo. Dormía en establos y pajares y robaba higos y algarrobas y le pegaban, y un buen día decidió irse voluntario a Marruecos. Pero eso ya es otra historia. Llegó analfabeto a la Guardia Civil donde aprendió a leer y a escribir. Llegó con un sentido tal de la disciplina, que no sabía nadie de dónde le venía y que le hacía vencer cualquier dificultad. Era también un tipo ingenioso. En sus primeros años en el Cuerpo, cuando detenía a alguien y tras los sopapos de rigor para evitar futuras complicaciones, dejaba al delincuente con su pareja y decía que se iba a mear. No meaba. Se leía el artículo del código correspondiente por el que se detenía a aquel elemento, se lo aprendía y volvía para soltárselo con puntos y comas al detenido. Naturalmente, adquirió fama de hombre letrado y minucioso. El brigada Martorell se sabía inculto y sabía que tenía que aprender. Así que se gastaba la exigua paga en libros de todo tipo, pero los más eran de filosofía: Nietzsche, Schopenhauer, Natorp, Kant, Hegel. No entendía nada, pero subrayaba las palabras para él incomprensibles, que eran casi todas, las buscaba en el diccionario y proseguía. A su mujer todo este afán cultural le resultaba extraño y fuera de lugar, ajeno a los pobres como ellos y sobre todo un lujo que no podían permitirse. Su mujer, cocinera en casas ricas, ni entendía ni quería entender nada de nada. De modo que tenían problemas por culpa de los libros de Martorell. Y más problemas por culpa de los guisos de Martorell: excesivos, demasiado caros, con ingredientes demasiado buenos; guisos de los domingos que, muchas veces, les dejaban a sopas de ajo toda la semana. Y tenían problemas por culpa del cine porque a él le apasionaba y a ella le importaba un carajo, como casi todo lo que no fuese el dinero. Y tenían problemas porque hacían un uso más bien escaso del matrimonio y el brigada se iba de putas. Bueno, el brigada se iba, como él decía, con señoras putas porque no consentía cachondeos de ningún tipo en este sentido. Una noche le partió la cara a un vasco fanfarrón que en un local del Barrio Chino se dedicaba a insultar y maltratar a las señoras: se hartó, se dirigió al chicarrón del norte y le dio un papirotazo en la boina, Qué pasa, pues, cagüendios, contestó el otro y la respuesta fueron tres o cuatro hostias modelo tricornio que dieron con el vizcaíno en el enlosado sucio del tugurio. Y en fin, que el brigada tenía problemas de toda índole con su señora esposa, pero bueno, qué se le iba a hacer, más sufrían en el frente.

 

-Es bonito el paisaje, ¿eh, brigada? 

-Sí, ¿nos siguen? 

-Creo que no. 

-El tal Oliveira es un pez gordo. He visto una foto en el cuartel. Se parece a ese actor, Edward G. Robinson. 

-Feo. 

-Y peligroso. 

Fran, por su parte, no tenía problemas con las mujeres, porque tenía las que le daba la gana. Y a veces hasta le sobraban. Y fue por las mujeres por lo que se abstuvo de hacerse cura. 

 

-¿Tú querías ser cura, chico?

-No, verá, es que soy un poco radical. Así que para decidir lo que quería hacer con mi vida elegí entre opciones radicales. Cura o monje o macarra o gigoló o militar o guardia civil o activista revolucionario o guerrillero o millonario. 

-Eso no son profesiones, chico. Son formas de vida, dijo el brigada un poco sorprendido. Son vocaciones. 

-Llámelo como quiera. Yo lo que no quería era meterme en un banco o en una empresa pública o privada y vender mi trabajo como una prostituta vende su cuerpo, sin gustarme ni importarme nada lo que hago, salvo por el dinero. 

Para este viaje, me convierto en un puto y me vendo por la pasta y punto. Pero no era lo mío. 

-Ya. 

-El dinero me da igual. Dinero, ¿para qué? ¿Para comprarme un coche y un piso y las vacaciones en la costa? ¿Es eso todo lo que la vida, o la vida que nos ofrece esta sociedad, puede dar de sí? Dinero, todo el mundo preocupado por el dinero cuando ganar dinero, hacerse millonario, creo que debe de ser fácil: basta con dedicar todas tus energías y toda tu alma y toda tu mente a conseguirlo; añádale una adecuada falta de escrúpulos y de principios morales y cualquiera puede ser millonario.  

-¿Y?  

-De modo que me quedaban dos opciones enfrentadas, nunca mejor dicho. 

O defender el orden establecido o cargármelo -Al joven guardia le inspiraba la memoria de su abuelo anarquista; la sangre tiende a perpetuarse, a coagularse durante generaciones.

-¿Y? 

-¿Quién es más revolucionario, el honrado padre de familia que trabaja pluriempleado para que su familia coma y sus hijos estudien y la abuela viva decentemente con los suyos y no en un asilo, y para pagarle al Estado sus impuestos y para que, con millones de héroes como él, el mundo gris y mediocre que es el mundo de la mayoría siga adelante sin demasiados sobresaltos, sin guerras y sin líos; quién es más revolucionario, este Juan Nadie o el iluminado de turno, que siente como propio el dolor de la humanidad entera pero no el de su suegra o el de su primo y que se embarca él, y a esa misma humanidad, en una aventura que siempre acaba mal y manipulada y vendida? ¿Quién es el héroe, el que se queda con su familia y sus hijos y su mujer y la abuela y el canario, o el que lo manda todo a tomar por el culo y se va a dar la vuelta a un mundo que ya da bastantes vueltas él solito? 

-No hay héroes, chico. No existen. Pero todo esto no se te ha ocurrido a ti solo. ¿Verdad? 

-No. Me lo enseñó mi padre, que murió hace cuatro años, siete meses y tres días. Era un romántico. Era mi héroe. Y yo decidí vivir lo que él me enseñaba, porque mi abuelo había vivido lo contrario y acabó muy mal, pobre hombre, gran corazón, eso sí; o sea, que me quedé a este lado de la raya, dijo Fran que conducía como un autómata y no miraba al brigada y trataba de afirmarse en la decisión que había tomado no mucho tiempo atrás. Decidí quedarme para defender a la patria.

 

-La patria, chico…El brigada soñó sueños de juventud. 

-Sí. La patria son todos esos Juan y María Nadie a los que alguien tiene que proteger de los delincuentes, de arriba y de abajo, que para eso están las leyes; a los que alguien tiene que garantizar que puedan ganarse la vida sin demasiados sustos y que puedan viajar apaciblemente a su apartamento de la costa para descansar, porque ya trabajan lo suyo y se lo merecen. Y además servir al prójimo por cuatro duros y jugándote la vida es una idea lo suficientemente romántica para un radical. 

-Te la acaban a golpes la radicalidad, te la acaban sangrándote, como a tu abuelo. Y el romanticismo te lo acaban los hijos de puta y los cabrones. 

-Entonces, ¿al final qué queda? 

-La disciplina, chico. O la fidelidad, que es lo mismo, más o menos. 

 

No hablaron mucho más. El brigada estaba seguro de que les seguían y de que eso tenía que ver con el tal Oliveira. Entonces se fijó en las nubes que llegaban del norte como algodones sanguinolentos y vio que incluso manchaban el sol porque se teñía de rojo como si le escociera penetrar en el seno de las montañas azules. La luz crepuscular inundó el coche y las montañas rocosas que coronaban el pueblo, y los bosques de abetos ya no fueron verdes sino naranjas y ocres y dorados. Y el brigada Martorell, tintado de cobre, pareció un poco más viejo, más melancólico, más cansado. Él también había penetrado en el crepúsculo de una vida tan larga como violenta.

 

-Ya casi hemos llegado, brigada. 

-Bueno, bueno. Creo que nos acercaremos al bar. 

-Tomaremos un café. Observaremos a los parroquianos. 

-Exacto, hijo. Para aquí mismo. Tenemos el coche a la vista desde la barra. Espero que tengamos compañía. 

-Sigue pensando que nos siguen, ¿eh?

 

El bar estaba en la plaza mayor que era pequeña y que estaba limitada hacia el oeste por el muro sin ventanas de la parte posterior de la iglesia. Pegado a la iglesia, el bar. Al otro lado un par de casas de dos pisos, antiguas y despintadas, con los corrales arriba. Y un callejón que descendía del viejo castillo donde estaba la cárcel, una mazmorra sucia, siempre abierta, oscura como el ciprés de un cementerio, y que sólo contenía desde hacía cien años las sombras de algunos de los últimos desgraciados que habían consumido allí sus huesos, y las sombras furtivas de los escasos amantes impúdicos y frenéticos, que no respetaban el vuelo lento de los espíritus y que habían follado allí hasta reventarse, porque ya no les quedaba ni sudor, ni semen, ni flujo, ni más fuerzas que las precisas para suspirar y limpiarse los pezones rojos de pajas y de barro seco. Por encima del castillo, rojos también como otros dos pezones erectos y rugosos, dos prominencias rocosas, llenas de pliegues y de estratos, como las cimas desnudas del Valle de la Muerte en Arizona. Y el ulular del viento y nadie, salvo un paisano enfajado y su burro, y las pisadas lentas del burro; nadie que diera la bienvenida a la extraña pareja que acababa de aparcar el coche en la plaza. Un perro famélico corrió de un portal a otro. Era la sombra del miedo.

 

-Vamos, chico. El brigada, que vestía un traje gris oscuro de patrón antiguo, o sea, con el corte de la americana en el medio y no con dos a los lados, y las solapas estrechas y no anchísimas tal como dictaba la moda en este otoño de 1976, y una camisa que un día fue azul, con un sutil dibujo a cuadros de color…¿De qué color? 

El brigada, que vestía con escasa elegancia y poco gusto, se ajustó la sobaquera y entró en el bar con estudiada lentitud, ladeando la cabeza como siempre y mirando a su alrededor con el ojo izquierdo ligeramente cerrado. Se situó en un extremo de la barra y pidió un café. Pasó la vista rápidamente por un diario de hacía meses, olvidado. «Mollet: coloquio del PSUC, a nivel comarcal -leyó-. Se definió como un partido nacionalista catalán, integrado por trabajadores y los sectores más progresistas de la sociedad. Se ha celebrado en un conocido restaurante de la localidad la presentación a los medios informativos (…). 

En un primer punto se señaló brevemente lo que es el PSUC y su nacimiento el 23 de julio de 1936.»  

-Ahora resulta que los comunistas son nacionalistas, no te jode, dijo y sacudió la bolsita del azúcar como si sacudiese su memoria. Sorbió el café.

Fran, vestido con tejanos, jersey rojo cuello de cisne y cazadora de pana, había entrado minutos después. Pidió un refresco y se puso detrás de un individuo que en ese momento avanzaba hacia Martorell. 


 

Cuatro días antes - Parte 1