domingo. 29.09.2024

-¿Intervenimos ahora, Igor? 

-No, esperemos, Víctor. Habría que matar a demasiada gente. Avisa a Boris y a Raduyev, para que estén preparados.  

-¿Crees que se harán cargo de los heridos? 

-No será tan cándido el guardia civil, dijo el tal Igor bajando los prismáticos.

Víctor se acercó al coche y habló por la radio. Cuando regresó estaba ansioso.

-No entiendo por qué no quieres acabar ya, Igor. No hay que matarlos a todos. Sólo al par de guardias. Los demás se morirán de miedo. 

El tal Igor dirigió una mirada exenta de cualquier signo de humanidad a su colega, una mirada de lobo al acecho. Lanzó el pitillo sin filtro a lo lejos, de un papirotazo, y golpeó con los anteojos el pecho de su compañero, ahora una marioneta estupefacta. 

-Dame el vodka, Víctor. Y limítate a obedecer. 

 

 

Asensio 

-Así que son ustedes publicistas y van al festival de Venecia, resumió el brigada. 

-Publicitarios, respondió Asensio. 

-Bueno, publicitarios; y ya no van al festival de Venecia porque su furgoneta ha quedado inservible. Oiga, ¿por qué usted no viste tan raro como los demás? 

-Es que yo soy el director de la agencia de publicidad. Éstos son los creativos. 

-Sí, realmente hay que ser muy creativo para darse un castañazo semejante en un trozo tan recto de la autopista; si lo hubiesen planeado no les habría salido mejor. 

-Es que, en fin, ayer se pasaron bebiendo y el que conducía se ha dormido, creo, se excusó Asensio. 

-Ayer se pasaron y hoy también. Llevan ustedes más alcohol ahí que una cuba. 

-Es para el viaje. Los viajes dan sed. Si quiere usted una cervecita, sírvase brigada. 

-Gracias, estoy de servicio. 

-¿De servicio? ¿Aquí en Francia? ¿Misión secreta?

-Más o menos.

A pesar de las magulladuras a Juan Asensio le brillaron los ojos. La misión, se dijo, mi misión terminó hace un par de meses y la vida sin una misión no tiene mucho sentido. 

-¡Brigada! 

 

María reclamaba a Martorell con grandes gestos. El conductor empeoraba a ojos vistas. Tenían que hacer algo y tenían que hacerlo muy deprisa.

 

-Hay que llevar a este chico al hospital, a Montpellier, ordenó la enfermera. 

-No puede ser, respondió el brigada tajante. No olvides por qué estamos aquí y a dónde vamos. Y, lo más importante, cuándo hemos de llegar. No podemos perder más tiempo. Los montamos a todos en la ambulancia y se apean en el siguiente pueblo. 

-Usted no tiene sentimientos, brigada, o se atiende a este chico o la diña más pronto que tarde. 

-Atiéndelo tú. Vamos, a la ambulancia. 

-Esto va a parecer el camarote de los hermanos Marx, terció Asensio. 

-No es momento para bromas, Asensio, cortó el brigada con la voz de hielo. 

-Yo no dispongo de medios en la ambulancia, brigada. Llevémoslo al hospital, por favor, insistió María. 

-María, es mi última misión. Siempre he cumplido. Y no voy a fallar ahora. Por última vez, a la ambulancia. 

-¡Al diablo su misión!, gritó María. Al diablo usted también, Martorell, o como se llame usted. Nada, ninguna misión, vale una sola gota de sangre y este muchacho ha vertido ya demasiada. Se va a morir, ¿me oye usted? Va a morir. ¿Cuántos muertos más necesita su hoja de servicios? 

-Escucha, no voy a tener en cuenta el comentario porque… 

-Porque soy una mujer y usted es demasiado caballeroso como para pegarme.

-No. Porque estás nerviosa. Mira, siempre habrá muertos y siempre habrá heridos. Es necesario que sean los menos. Si no llegamos a tiempo, miles de personas perderán su puesto de trabajo. Todas esas familias acabarán en la miseria. A lo peor, es desgraciadamente cierto que conviene que uno muera para que muchos se salven. Vamos, a la ambulancia. ¡En marcha! 

-Si se pone trascendente, brigada, replicó la enfermera, le diré que uno ya murió por todos hace mil novecientos años. No añadamos víctimas al holocausto. 

 

Holocausto. La palabra derribó al brigada del caballo alado. Y cambió súbitamente la expresión de su rostro. Su mirada pareció hundirse en un pozo de horror y ya no transmitía nada, ni siquiera tristeza. Vio de nuevo las caras de los judíos que, con salvoconductos y pasaportes facilitados por el embajador español en no recordaba qué país, llegaban a Portbou y él, entonces cabo, los conducía a Gibraltar en trenes destartalados, grises, fétidos. Vio esas caras marcadas por un terror imborrable, perdidos los bienes, la dignidad, el honor. 

“El honor es la principal divisa de la Guardia Civil, una vez perdido no se recobra jamás”, se repetía entonces para sí mismo como una jaculatoria. 

El honor no se podía perder pero tal vez pudiera prestarse. Quizás él podía hacer honorables a aquellos seres que se amontonaban como ganado, como corderos que ya no iban al matadero, en los furgones de cola de la vida. 

Él, Martorell, no añadió una sola víctima más al holocausto. Añadió honor a muchas vidas y tal vez fuera esa la misión por excelencia.

-¿Brigada?

 

Cegado, Martorell daba vueltas vacilante alrededor de los cristales rotos. La luz terrible desapareció y estalló la ira con un juramento irrepetible. Se calmó.

-Todos a la ambulancia. Vamos al hospital.

Fran, al volante, cruzó la mediana de la autopista a capón, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo.

 

-Volvemos grupas, ¿eh, brigada?, dijo Carmelo, que ahora iba sentado delante. 

No respondió. Se revolvió en el trozo de asiento que le dejaba Carmelo, Perdón brigada, le hago sitio, y se puso a mirar por la ventanilla como si fuera ese televisor en color que él nunca podría comprarse. Tenía sangre seca en las mangas de la americana. Pintura de guerra. Fran echó una ojeada fugaz al retrovisor. Y otra no tan fugaz. Un BMW gris oscuro. ¿No es el mismo del área de servicio? Qué coincidencia.

-Brigada, nos siguen. 

-Sí. 

-¿Ya lo sabía? 

-Es Kolstov y sus chicos. O quizá sólo sus chicos. 

-¿Cómo?

 

No respondió. Primero porque la pregunta era idiota, segundo porque estaba cabreado y tercero porque se estaba empezando a cumplir un destino inexorable. Los errores se pagan caros. Y él acababa de cometer un error. 

Los sabuesos rojos han olido la sangre. No hay piedad. No hay perdón. 

Ha comenzado una cacería implacable. Pero eso, súbitamente, le animó. Era un sentimiento ancestral, numantino.

 

-Que vengan, que vengan. 

Venganzas atávicas. No delires. No pasa nada. 

-No pasa nada, dijo. 

-Ya.  

-Conozco bien a la gente de Kolstov. Llevamos cuarenta años persiguiéndonos. Es una vieja historia. A veces ganan, a veces gano. Aunque me parece, a estas alturas, que siempre perdemos todos. Pero dejémoslo aquí, chico. 

-¿Qué hago?, preguntó Fran preocupado. 

-Por el momento, nada. Cuando lleguemos al hospital decidiremos. 

 

Sí, era Kolstov. Oliveira es su topo en Motorico. Maldita sea, tenía que haberlo encerrado cuarenta y ocho horas.

-¿Tiene pruebas, brigada? 

-Un soplo, mi coronel, y mi olfato. 

-No sé, no sé, brigada. 

 

No lo encerré por culpa del coronel, un tipo turbio; y aquí tenemos a toda la tribu persiguiéndonos. ¿Y los yanquis? Los americanos tienen más medios. Llegarán a Ginebra en avión. O no. O simplemente comprarán o habrán comprado ya al Escala y a todo el que sea menester comprar, y al final harán ellos el negocio. O no. ¿O no?, preguntó mirándose la cintura. Notó la presión del viejo Smith&Wesson en el abdomen y parecía que la pregunta se la hubiera dirigido al oscuro revólver, que no dijo nada. Porque el oscuro revólver sólo hablaba lo justo y cuando lo necesitaba de veras. No como la automática, que tartamudeaba y se encasquillaba y le ponía en peligro de muerte, como aquella vez de las barricadas en la carretera de Sants. Menos mal que el guardia Moreno desalojó a los anarquistas con un naranjero requisado y le salvó el pellejo. Desde entonces andaba siempre con dos armas, por si acaso. 

 

Los anarquistas. Ésos sí eran una buena tribu y así los llamaban en los páramos y en los desiertos de Aragón, en los Monegros, en todo aquel frente polvoriento y árido de las primeras semanas de la guerra, donde se empalaban curas y se crucificaban fascistas y se enterraban vivas a sus mujeres después de haberlas violado y de haberles cortado los pechos. Rojos y azules en el desierto, como en las viejas películas de John Ford. Pero a mí, todo hay que decirlo por ser fiel a la verdad, a mí me salvaron la vida estos salvajes de la FAI: un salvoconducto, un “usted fue honrado con nosotros, guardia, y nos dio trabajo en las fábricas, y nos dio de hostias pero no nos encerró” y un “salud, compañero, ni Franco ni Stalin”. Sintió un escalofrío y la boca se le secó. Y luego miró por la ventanilla como para cerciorarse de que la película de sus recuerdos se había terminado y llegaban los anuncios que hacían esos muchachos asustados y heridos de ahí detrás, en aquella ambulancia-diligencia. Y miró a Fran. Y se sintió tan viejo como su historia. 

 

Pero los muertos persiguen a los vivos, como los demonios acosan a los monjes cansados y a los ermitaños hambrientos, demacrados por las vigilias y las penitencias. El ermitaño de Alcubierre, del que le hablaron unos supervivientes de Codo, allí estuvo él, por todos los infiernos, con los requetés del Tercio de Montserrat, Bosch y Bofill y Durà. Tres héroes, tres locos en un solo espíritu: el de Cristo Rey, el de todos los mártires y el de todos los quijotes. El eremita que escapó de Codo, de Belchite, de Villalba, de Pándols y Cavalls, del cruce del Ebro. Y río arriba, se internó en el desierto.Y llegó a las cuevas de san Caprasio, y se quedó en la de Elías, donde no hay agua, ni pan, ni siquiera aves o moscas porque se mueren de calor y de frío. El solitario de san Caprasio estaba loco y atendía por Portolà. Y Bosch siempre creyó que era su alférez en Codo, y que se llamaba Bach. Pero el pobre Bosch padecía demencia senil, con lo que se le podía hacer tanto caso como a cualquier aparición del Más Allá. 

-¿Llegamos o no llegamos a ese maldito hospital? -preguntó Martorell, como hacen los niños cuando se cansan de estar sentados en el coche y se aburren y lloran y no entienden porque el mundo no se para para ellos.

 


 

Asensio - Parte 1