domingo. 29.09.2024

La luna había salido y se balanceaba tímidamente, como una barca de juguete, sobre las montañas negras. Los últimos kilómetros habían tenido algo de pesadilla. Hacía rato que se veían las luces de Privas casi al alcance de la mano y un espíritu satánico las alejaba. Fran estaba tan cansado que no dudaba de que, cuando llegasen, seguiría adelante conduciendo como un autómata sonámbulo. El cansancio llega a anestesiar. No se siente nada, no se piensa en nada. La voz del brigada le devolvió al mundo de los vivos.

 

-Mira, la entrada de un camino. Pararemos aquí a echar un sueñecito. El desvío a la autopista está a menos de medio kilómetro, ahí delante. 

-¿Y los rusos? 

-Lo del tren los ha despistado. Ya nos habrían alcanzado si viniesen detrás. Tranquilo, chico, vamos a dormir. 

-De acuerdo, brigada. Oiga, ¿no oye un motor?

 

Al brigada no le dio tiempo a contestar. Un coche se les había cruzado, saliendo de un recodo del camino, como a cuarenta metros.

 

-¡Coño!¡Ciégalos, pon las luces largas, rápido! No pares el motor, no cierres mi puerta. ¡Adiós!

 

Y el brigada salió de la ambulancia al segundo intento. Una punzada de dolor en los riñones le llegó a la pierna derecha. Maldita ciática, no soy el de antes, pensó, mientras se dirigía a su derecha y se adentraba en la espesura de un bosque de pinos. Fran le cubría parapetado tras la puerta. Martorell, escondido detrás de un tronco, pudo ver cómo dos individuos habían descendido del Mercedes que les cerraba el paso. Lentamente le quitó el seguro a la automática y desamartilló el revólver.

  

Uno de los tipos se había quedado a cubierto, arrodillado detrás del coche y apuntando hacia la ambulancia. El otro se acercaba a ellos pistola en mano. Era gordo y alto, y el brigada no sabía si el peso le hacía tambalearse o si tropezaba con las piedras del camino o si estaba borracho. No toma muchas precauciones éste, se dijo. El gordo avanzaba mirando hacia los lados. Fran lo tenía a tiro. Sujetó la Star con las dos manos y apuntó al ruso, que parecía una ballena azul cubierta por las tiras de luz del sudario blanco que fabrica la luna. Disparó. El arma saltó de la manaza del gordo que se echó a tierra y llegó a ella antes que su pistola. El otro tipo empezó a disparar sobre Fran pero sólo reventó el retrovisor y la ventanilla y agujereó la chapa. 

 

-Mala puntería, hijo de puta. 

 

Martorell, mientras tanto, había dejado su árbol y estaba inmovilizando al gordo, al tiempo que disparaba sobre el del coche como un poseso.

 

-¡Tú, al suelo, cabrón! ¡Dame eso! Le quitó el arma que el ruso había recuperado y siguió tirando sobre el otro, sentado sobre aquella mole albina de la estepa.

 

El compañero dejó de disparar, se metió en el coche y desapareció marcha atrás. 

 

-Bueno, tovarich, ponte en pie. Así, ya vale. Ahora te vas a desabrochar los pantalones y te los vas a bajar hasta media pierna. Vaya, te han dado en la mano. Bueno, te lo miraremos. A la ambulancia, sin hacer tonterías o te frío.

 

Si antes el gordo se tambaleaba, ahora casi no podía andar. Sujetándose los pantalones medio caídos, los muslos pálidos y enormes, los faldones de la camisa blanca cubriéndole las impudicias, los calcetines que fueron blancos también y ahora eran grises o del color del polvo del camino, la gran cabeza agujereada por dos ojos pequeños y achinados y el pelo blanco revuelto, parecía un monigote de feria con la forma fantasmal de una ballena blanca. Martorell

y su prisionero llegaron a la ambulancia. Fran estaba cargando la Star y sonrió malévolo al apreciar el viejo truco de Martorell. Los guardias de ahora ya no hacían estas cosas. Se limitaban a colocar las esposas y listo. Pero a su brigada en cincuenta años no se le había escapado ningún preso. El golpe del cargador lleno en el interior de la culata rompió una quietud extraña. No se oía el viento, ni las lechuzas, ni los grillos. Nada.

  

-Buena caza, mi brigada. 

-Gracias, chico. 

-El otro pájaro ha volado. 

-Volverá, chico. Vigílame a éste, voy a ver cómo están María y Carmelo. 

-Cagados, supongo. 

 

Martorell golpeó el portón trasero. Carmelo abrió desde dentro y se asomó temblando. 

-¿Se… sese… se ha a… caca…?

 

El brigada mandó callar a Carmelo con una imprecación sórdida, seca.

 

-¿Y este cachalote, quién es?, preguntó la enfermera, lívida. 

-Éste es un colega ruso, de los de Kolstov, ¿verdad, tovarich? Claro, no dices nada. Ya hablarás.  

-Un poco mayor parece, ¿no? Yo a los espías los hacía más jóvenes y atléticos. Éste tiene barriga, dijo María, que iba recuperándose. 

-En todas partes cuecen habas: para una misioncilla de tres al cuarto envían a los viejos. Y con poco presupuesto, ¿eh, tovarich? Bueno, en Rusia nunca habéis ido sobrados de dinero. 

-¿Có… coco… cómo sabe que le entiende, brigada?, preguntó Carmelo, asomando la cabeza de nuevo por detrás del portón. 

-Pues porque si opera en una misión que incumbe a España no va a hablar chino, coño, Carmelo. Parece que el susto te ha secado la poca materia gris que te quedaba. ¡Sal de una vez de ahí que tienes que atarme a este pájaro! 

 

El brigada decidió no echar raíces en aquel camino y volvieron a la carretera general. El prisionero seguía con los pantalones medio bajados y Carmelo, con los cordones de los zapatos del mismo ruso, le había atado las manos. Escoltado por Carmelo y María, que le vendó la mano derecha, fue alojado en la parte trasera de la ambulancia. Martorell les había dejado la automática, por si acaso. Casi me fío más de María, había sugerido, pero el hombre aquí eres tú.

 

-¡Es usted un machista!, protestó María. 

-De acuerdo, de acuerdo, pero vigiladme bien al rusky que, aunque está a punto de que lo jubilen y herido y apesta a alcohol, más sabe el diablo por viejo que por diablo. 

 

A punto de que lo jubilen. Ves la paja en ojo ajeno, Martorell. Está como tú mismo, igual de descangarillado. Por eso lo has podido pescar tan fácilmente. Fallan los reflejos, la agilidad y, sin embargo, es raro: tuvo alguna oportunidad cuando estábamos en el suelo, porque yo tiraba a dos manos. Si no fuera porque es absurdo, diría que se ha dejado pillar. No, no. Está tan acabado como yo. 

O un poco más, eso es todo. De repente, sonó un disparo.

 

-¡Frena, Fran!

  

El brigada corrió hacia la parte trasera de la ambulancia. Nunca debí dejarlo ahí, con estos dos inútiles.

 

-Ya no sirvo, ya no sirvo, se acusó Martorell, un error monumental, de principiante. 

-¡Rusky, abre la puerta y negociemos; pero deja a esos dos!, gritó Martorell clavado en el suelo con las piernas abiertas, apuntando el revólver sujeto con una mano, como un sheriff del viejo Oeste, hacia el portón de la ambulancia.

 

Éste se abría lentamente. Fran trabó las dos manos en la culata de la Star y apuntó con meticulosidad. Estaba situado a la izquierda de Martorell y le sorprendió la pose que éste adoptó. Parecía un ser de otro tiempo y de otra edad. Al ver temblar el revólver del brigada sintió pena. Ya ha pasado su época, pensó, y, por primera vez, en silencio, asumió interiormente el papel de jefe. 

Es cierto que los viejos se hacen como niños. El brigada echó hacia atrás una pierna, como hacía siempre antes de disparar, y subió ligeramente el arma, hasta la altura de sus ojos. Separó el brazo izquierdo del cuerpo y abrió un poco la mano. El tiempo se detuvo. La mano derecha le temblaba cada vez más. 

 

-Ya no aguanto la tensión como antes, joder. Vamos sal, ruso de mierda, sal de ahí dentro.

 

La cabezota de Carmelo, blanca como la de un mimo, asomó por detrás de la puerta. El brigada, sin bajar el arma, gritó: 

-¡Carmelo, al suelo! 

-No disp… dis… no disp… papa… Carmelo cayó al suelo, como empujado desde dentro. Y, efectivamente, le habían empujado.  

Fue María, que bajó de un salto. Estaba furiosa. 

-¡Será inútil este tío! 

-¿Y el ruso?, preguntó el brigada, que no entendía nada. Fran esbozó una mueca sardónica y enfundó el arma. 

-Ahí dentro, respondió María, ahí dentro. Es imposible que esa ballena pueda hacer algo, imposible. Quédese tranquilo, brigada. El que no ha parado ha sido Carmelo. Primero le ha tapado la boca con tanto esparadrapo que no sé cómo puede siquiera respirar el rusazo ése; luego, lo ha atado a la bombona de oxígeno; y después, ha empezado a contarle su vida, con pelos y señales. 

El ruso me miraba con unos ojos saltones y suplicantes, gruñía y gimoteaba, a ver si yo conseguía parar la perorata de Carmelo. ¡Qué tortura! ¡Ni las del KGB! Se ve que, por fin, Carmelo se ha dado cuenta de que el ruso no le contestaba y ha estado un ratito pensando. Creo que se podía oír cómo le funcionaban los engranajes cerebrales. Ha debido concluir que, para poder hablar, al ruso le sobraba el esparadrapo; pero le habrá parecido peligroso quitárselo. O sea, que lo ha dejado y se ha callado. Pero, mira tú, el tío se ha fijado entonces en la pistola que usted le dejó. Siempre la ha tenido en la mano, pero cuando hablaba la hacía ir como un ventilador, lo que a mí me tenía de los nervios, no fuera a darle al gatillo en un despiste. Bueno, pues se queda mirando la pistola y decide guardársela aquí en el pantalón, debajo el cinturón. Como el brigada, me decía. Y como es un barrigón, y no paraba de masajear la pistola a ver si le entraba, con tanto meneo, porque no hay quien le meta un papel de fumar entre la tripa y el pantalón, imagínese, se le ha disparado. 

Y no se ha frito los huevos de milagro. Martorell no sabía si reír o llorar. 

Carmelo no sabía qué decir. Y el prisionero no entendía nada. Pero gruñía.

 

-¿Qué le pasa a ése? María, ayúdale a bajar y quítale los esparadrapos a ver si le entendemos. 

-No puede bajar. ¿No ve que está atado a la bombona? Es cierto. Asomémonos. 

El ruso, liberado de su mordaza, inspiró y expiró varias veces antes de tomar la palabra. 

-Yo ruso, brigada; usted saber bien. Yo Dimitri Raduyev. Yo no problema ustedes. Pero usted buena tortura con éste, señaló a Carmelo. Yo no más con éste. Yo pasar delante con usted o éste pasar delante. Ser peligroso éste, volvió a señalar a Carmelo. ¿Brigada estar seguro éste no ser su enemigo? Casi destruir coche ahora. 

-Bueno, Dimitri, tranquilo. Tú seguirás ahí detrás, pero sin mordaza. Y te desataremos de la bombona, que ya debes tener la pantorrilla gangrenada. 

Pero no hagas tonterías. 

-Mí no poder, con pantalones así abajo y manos atadas espalda. ¿Qué querer brigada yo hacer? Pero éste, ¿qué hacer? 

-Éste se queda ahí. Y dirigiéndose a Carmelo: tú no hagas nada, te quedas sentadito en la camilla y duermes, o miras, o piensas, que no te vendría mal; ya deberías saber que las armas, si se menean, se disparan.

-Ja, ja, ja, rió la enfermera sin ganas, qué chiste tan malo. 

Fran rodeó la ambulancia lentamente, cerró el portón, recuperó la pistola de Martorell y se la devolvió. 

-Mejor se la guarda usted, brigada, evitaremos accidentes. Comprobó que el disparo no había producido daños de consideración. 

-Bueno, parece que esto arranca. ¿A la autopista, brigada?  

-No, chico. Es lo que estaban esperando esos dos. Es lo que esperan. Kolstov no es un torpe y conoce la zona mejor que nosotros. Seguiremos por la general mientras podamos, chico.  

-¿Se ha creído al ruso, brigada? 

-No del todo. Le haremos hablar. 

-¿Cuándo? 

-Antes de que amanezca.  

 

María no se fiaba ni de Carmelo, ni del ruso. Del uno por tonto y del otro por listo. Así que permanecía ojo avizor, por si las moscas. Desde que llegó el nuevo pasajero, el interior de la ambulancia olía a evacuatorio y a alcohol. Paseó su mirada por la figura ridícula del espía con los pantalones bajados. Se fijó en los gastados calzoncillos del soviético y le invadió un sentimiento sutil e insidioso de creciente asco. No era por los calzoncillos gastados, era por lo que evocaban. Su marido, ebrio, intentando penetrarla sin poder; enfadándose como un demonio y descargando su impotencia y su borrachera a golpes de puño, de botella, o de silla. No acertaba porque ya no podía acertar con nada. Luego venía el hediondo derrumbe y el vacío. María se cansó de éstas y de otras escenas. Su marido, un rico aristócrata degenerado, disfrutaba provocando a sus amigos para que se acostasen con ella. A alguno lo tuvo que sacar María de su cama a puntapiés. Y a algún otro le dejó el miembro maltrecho de un mordisco. María se había casado muy joven y el aristócrata la había deslumbrado, la había desvirgado y la había vacunado contra el sexo masculino, contra el sexo con los falócratas y eyaculadores compulsivos que son los hombres. El aristócrata era un alcohólico y un cocainómano, pero María no se había dado cuenta porque, en general, los alcohólicos y los cocainómanos mienten muy bien y disimulan mejor. María se separó del aristócrata y estudió para ATS. Ella era de buena familia y había dejado la carrera de Derecho para casarse. Cuando abandonó a su marido no quería volver a depender de sus padres y lo de ser enfermera, cuidar a la gente, le pareció una buena salida. Tenía que llenar su vacío. El vacío es tan contagioso como la gripe y el aristócrata le había contagiado el vacío. Empezó a hacerlo el mismo día de la boda. Porque, mientras esperaban, le dijo: 

 

-A Dios no le gustaría estar aquí, cariño, un mundo donde las mujeres lloran por la inocencia perdida, donde todos los hombres quieren llevarte a la cama y el sacerdote, desde una posición levemente superior a la nuestra, mira tu escote con la boca reseca.

 

Estaba demasiado nerviosa para comprender, pero el veneno fue inoculado. Ahora necesitaba un antídoto. No sabía dónde había leído que darse, vaciarse, llenaba. Lo puso en práctica. Pero también buscó el amor, el cariño y la ternura, sobre todo la ternura, en la compañía de otras mujeres. Le gustó. Y se olvidó de los hombres. Apartó la mirada del ruso porque adivinó en los ojos de éste el brillo de la lujuria. Es normal, María, le estás mirando el paquete, qué quieres que piense el tío.Y claro, se le está poniendo.

  

Carmelo daba cabezadas. Estos dos son el macho en síntesis: trempar y dormir, ésa es toda su vida. Era mentira que se hubiera olvidado de los hombres. Le atraía Jesús Pérez, el cura que venía por el hospital. Le atraía la personalidad de Jesús Pérez (sexualmente, las opciones de María ya estaban clarísimas). Era un cura peculiar. También daba clases en el Seminario y un día trajo a sus pupilos al hospital. Le pidió a María un favor un poco raro: 

 

-Déjame un enfermo, María. 

 

Quería que le «prestase» un enfermo, que no estuviera muy mal, claro está, para dejarlo tirado en un pasillo que conectaba la capilla del hospital con una salita donde él daría su clase, que ese día giraría en torno a la parábola del buen samaritano. Luego, los alumnos, de uno en uno, pasarían a la capilla, donde tendrían que improvisar una homilía de cinco minutos sobre la parábola. 

El experimento estaba claro. Sólo uno de los trece seminaristas atendió al enfermo. Los demás no lo hicieron porque tenían prisa, porque tenían que cumplir con sus obligaciones, porque «como estamos en un hospital», 

porque… El cura Jesús se puso muy triste. Poco después, confesó a todo el grupo. Faltar a la caridad, eso sí es pecado mortal, eso sí, les dijo. 

Hablaba a menudo con el cura Jesús Pérez quien, a su vez, le hablaba a menudo de Jesús. Le parecía a María que Jesús tenía algo femenino: acariciaba a los niños, atendía a las mujeres sin intentar tirárselas, admiraba la naturaleza, se preocupaba por los detalles. También curaba a los enfermos. Gran hombre. 

 

-No exactamente, el hijo de Dios, le había dicho el padre Jesús. 

-Vale, curita, de eso ya hablaremos otro día, respondió ella. 

 

María tenía sueño. Pero no quería dormirse. El ruso seguía despierto, y bien despierto. 

 

-Vosotros llevar aquí acciones empresa grande. Eso mucho dinerro, Marría. ¿Tú gustas dinerro? 

-No. 

-Todo el mundo gustas dinerro. 

-Pero, ¿tú no eres comunista, ruso? 

-Sí, pero no tonto. Comunismo ya no existir. 

-Eso cuéntaselo a los polacos, a los húngaros, a los checos, a los rumanos. 

-Eso imperrio soviético. Como imperrio amerricano. 

Todo igual. 

 

María no respondió. Hizo un último esfuerzo por vencer el sueño. Pero cerró los ojos. Y se abrieron otras mil pupilas que, en una pesadilla con olor a ginebra, le miraban el escote desde una posición levemente superior a la suya.  

 

 


 

Asensio - Parte 6