domingo. 29.09.2024

-El guardia no sabe muy bien por dónde va, Víctor, dijo Kolstov doblando el mapa de carreteras de la zona; ahora intentará volver a la autopista por Privas, pero esta carretera da una vuelta considerable. A cinco kilómetros hay una comarcal, quince kilómetros más y un camino forestal nos situará por delante de ellos, justo antes del desvío hacia la autopista.  

-Tú mandas, Igor. ¿Y si dejas la botella? 

 

El silencio en aquella hora de la noche era espectral. Algún trueno, como un tambor de guerra. El silencio abrumaba. Un silencio que se metía en el cuerpo y que incluso diluía en la nada el vodka que Igor Kolstov tragaba despacio. 

El silencio y el vodka le devolvieron por un tiempo que nunca supo si fue corto o largo a su patria. Mi patria se acabó con Stalin, mierda, se acabó. La borró el silencio. El silencio sobre los primeros enfrentamientos en el seno del Partido. El silencio sobre las crueldades y las penurias que acompañaron el proceso de colectivización forzada. El silencio sobre las purgas y las ejecuciones de los líderes políticos y de los mejores oficiales del Ejército Rojo antes del estallido de la guerra. El silencio sobre el pacto de no agresión con la Alemania de Hitler. El silencio sobre nuestra falta de previsión con respecto al ataque alemán. 

El silencio sobre los quince mil millones de dólares en alimentos y en equipo militar que transportaron los americanos y los británicos, esos burgueses, en una expedición hasta Murmansk. El silencio sobre su hermano gemelo, Mihail, redactor jefe de Pravda, que llegó con él a España y luego desapareció en Moscú, cuando los llamaron en el 38, junto con Goriev, Grissen, Chaponov, Rosenberg, auténticos militares, buenos comunistas, gente eficaz que montaron los únicos estados mayores que funcionaron al principio de la guerra civil española, y que metieron en cintura a los anarquistas, salvo a la gente de Cipriano Mera, en Madrid. Un elemento de cuidado, Mera: nos traicionó.

 

-¿Y Orlov?, preguntó Víctor. 

-No lo sé. Se hizo llamar Stern. Luego desapareció.  

-A todos se los llevó el silencio, ¿no, Igor? 

-Se llevó hasta la verdad. Enterrada sin ruido, como tantos. 

-El silencio puede convertirse en una mentira. 

-No lo sé.

 

Kolstov había vaciado la botella de vodka. Bajó la ventanilla y la tiró. Subió la ventanilla y encendió un cigarrillo.

 

-Baja un poco la ventanilla. Nos vamos a ahumar aquí dentro. 

-Bájala tú.

 

Víctor Ulianov estaba acostumbrado a los exabruptos de su jefe y ya no le hacía demasiado caso. Kolstov había cambiado mucho. Ahora era un amargado, un viejo triste y cínico, alcoholizado, que estaba a un paso de la jubilación y que él tenía que vigilar. ¿Vigilar al abuelo Kolstov? ¿Qué peligro representa un tipo tan acabado como Kolstov? No entiendo nada, pero son las órdenes. Recordó cuando se conocieron en 1954, en Birmania. Espiaban a la CIA. El general americano Claire Chennault había montado una compañía de aviación privada, la CAT, y pretendía invadir la China de Mao con tropas nacionalistas y asesores yanquis desde Birmania, por la provincia china de Yunan. Se hicieron varios intentos, pero los americanos perdieron más de doscientos agentes y se acabó la broma en 1961. Kolstov era bueno entonces, estaba en forma.

 

-Hemos llegado, Víctor. Quédate aquí, al borde del camino. 

-Bien, bien, camarada. Estaba recordando. 

-¿Qué? 

-Birmania. 1954. 

-Claude Harris. 

-Sí, Igor. El agente de Chennault que intentaste sobornar y casi te mata. Como si lo estuviese viendo ahora. 

-Buen tipo Harris. Es español. En realidad, se llama Haribey Estampa.

-¿Español? 

-Nació en el Valle de Arán. Sus padres emigraron a Nueva York. 

-¿Buen tipo? 

-Nos hemos ayudado, Víctor.

 

El Mercedes quedaba oculto tras unas rocas y unos torturados matorrales. 

La intersección del camino y la carretera se veía perfectamente. Divisaban también el puente de la autopista y, al fondo, las luces de Privas. O la ambulancia se había transformado en un cohete, o podían esperar allí a que llegase al menos media hora más. Víctor Ulianov se preguntó qué clase de ayudas se habían prestado Kolstov y Harris. Él fue destinado a Cuba en octubre de 1962, poco antes de la crisis de los misiles. Y Kolstov regresó a Europa, al sur de Francia.  

-Estuviste en Francia, Igor. ¿Qué hacías? 

-Vigilar a Donovan. 

-¿Bill Donovan?, ¿nuestro amigo de la OSS?, ¿el que entrenaba a los vascos nacionalistas para la guerrilla? 

-El mismo. Para la guerrilla y para cometer asesinatos por ciento sesenta dólares al mes. 

-¿Cómo lo supiste? 

-Me lo dijo Claude Harris. Operaba entonces en España y en Francia. Él seguía a Donovan y nos seguía a nosotros por los «maquis». 

-Si seguía a Donovan quiere decir que Harris no trabaja para la CIA. 

-No. 

-¿Para quién? 

-Nunca lo he sabido. Militares, tal vez. Es un tipo de montaña, Claude, escurridizo y desconfiado como los montañeses.

 

Otra vez el silencio. Otra vez el humo del cigarrillo de Kolstov que se escapaba sinuoso por la ventanilla entreabierta del lado de Víctor. También se escapaban los recuerdos y las palabras que ninguno de los dos pronunciaba. El silencio adquiría solidez y tintes de sospecha. Las preguntas de Víctor le sonaron a interrogatorio.

 

-Olvídame, camarada Ulianov. 

-¿Cómo? 

-Concéntrate en la misión, Víctor, en la ambulancia. 

-No ha de llegar a Suiza, ¿entiendes? Todo lo demás no importa. 

-No llegará, Igor, dijo Ulianov temiendo haberse delatado. 

-Nada importa ya, Víctor. Ni el pasado, ni Harris, ni todo el dinero en acciones que ese guardia civil de mierda lleva consigo en el cacharro blanco con sirena. 

-No, Igor, volvió a decir Ulianov. Pero notó que el vodka y el humo subrayaban la palabra dinero en la voz grave y rota de su jefe. Y la palabra no se fue por la ventanilla sino que se quedó dentro del Mercedes; y rebotaba en los cristales y en el volante y en los asientos como un diabólico muelle invisible. Dinero.

 

-Unos faros allí, Igor. Se acerca alguien. 

-Prepárate, dijo Kolstov lanzando el cigarrillo a las rocas.

 

Víctor puso en marcha el coche pero no encendió las luces. Kolstov desenfundó la pistola y comprobó el cargador. Añadió una bala. 


 

Asensio - Parte 5