domingo. 29.09.2024

Juan Asensio estaba intranquilo. Charly, el conductor herido, había perdido la consciencia. Charly era un energúmeno. Cien kilos de humanidad y una calva. Y una barba. Y el pelo que le cubría la nuca que le llegaba casi hasta la cintura. Charly, con su metro noventa y pico, se lo bebía todo, se lo fumaba todo y se cagaba en todo. Pero era muy buen creativo y había ganado todos los premios que los publicitarios, a imitación de la gente del cine, se daban unos a otros para mantener el ego en un estado de suficiencia razonable. O sea, que era un tipo famoso en su ambiente, con una personalidad arrolladora. Las personalidades arrolladoras muchas veces arrollan de verdad, y este cabrón se ha llevado por delante medio puente y aquí estamos. Como salga de ésta, le va a pagar el vodka su puta madre, pensó Asensio. El ambiente en la parte trasera de la ambulancia era denso y sombrío. Nadie hablaba. La enfermera cuidaba a Charly con auténtica ternura, parecía una Pietà. Y en el colmo de la mala suerte, con el destino hurgándole las heridas del pasado, Juan Asensio comprobó impotente cómo se veía envuelto una vez más en ese ambiente médico que tan bien conocía. Vuelta a sufrir. Pero ahora gratis. Sin un porqué tan diáfano como antes. Y se encontró vacío. Siete años de cáncer son muchos años. Siete años que terminaron con los huesos maltrechos de su mujer en el cementerio. De eso hacía exactamente sesenta y tres días. Sí, se encontró vacío. Y solo. ¿El trabajo? Sí, bueno, de algo hay que comer; no tenía tanto dinero como para poder dejarlo, tenía dos hijos, tenía algunas deudas. Lo de casi todo el mundo, vaya. ¿Rehacer su vida? Algún día. No ahora. Demasiado reciente todo. Demasiado agotado. ¿Y qué? Nada.

  

Sin embargo, intuyó que dentro de aquella ambulancia podía ocultarse alguna razón para seguir viviendo. Ocultarse, sí: en realidad nada es lo que parece. La ambulancia no hace de ambulancia porque salvo el desgraciado de Charly aquí no hay ningún enfermo, es decir, que no lo había antes de que se tropezasen con nosotros. Y el agente tampoco parece un agente, sino más bien un jubilado canoso y arrugado que pretende estar cumpliendo una importante misión secreta. Y el tipo chistoso que dice que trabaja en una editorial y que, según explica extensamente a todo el que le quiere oír, también está cumpliendo una misión muy importante, el tipo ese no parece el eficaz escolta de un oficial de servicio en el extranjero. Además es muy torpe. Casi le rompe el pie, a él, a Juan Asensio, cuando apartó la bombona de oxígeno para poder sentarse y -no podía ser de otro modo tal y como la manejaba el individuo chistoso- se le cayó con estruendo y dolor. 

 

-¿Se ha hecho daño? 

-No. No, ¿señor? 

-Carmelo, Carmelo Joven.  

-Pues no, señor Carmelo Joven, al contrario, soy masoquista y me encanta que me trituren el pie con una botella de oxígeno llena. ¿A usted qué le parece? 

 

¿Y la enfermera? Es atractiva. Pero tiene un no sé qué de marimacho que me incomoda. Allá cada cual. Pero, sean como sean, aquí están. Y están haciendo algo. Eso es: están haciendo algo supuestamente útil. Sí, dentro de aquella ambulancia, en la atmósfera viciada e irrespirable, en el sudor axilar y en el miedo, en las heridas infectadas ya y en el dolor de cabeza y de todos los huesos, Juan Asensio supo que encontraría su razón para vivir. O seguiría muerto. No tenía ni idea de por qué había pensado eso. Tal vez fue la visión de la enfermera cuidando a Charly. O tal vez fue, se daba cuenta ahora, el sinsentido de la propia ambulancia, ese símbolo urgente y macabro de la vida. 

A uno lo nacen, así de golpe, como el golpe que nos hemos dado nosotros hace un rato, y lo meten en una bola de fuego y de agua que viaja a velocidades supersónicas por el espacio, dando vueltas alrededor de otra bola de fuego, y en esta bola que es nuestro sufrido planeta y que tampoco es lo que parece, porque parece plano y verde y azul y eso es sólo una fina corteza, en esta bola, muchacho, búscale sentido al vivir, rodeado de gente que nunca, nunca es lo que parece. Y luego te mueres de cáncer. Y te entierran. O te queman. Y c’est finie, ya que estamos en Francia. O sea, igual que en esta maldita ambulancia, porque entre los creativos hay biólogos, filólogos y alguno que todavía tiene que acabar Derecho. ¿Entonces? Entonces, frente al sinsentido, como frente al cáncer, las tres M: momento, misión y misterio. O sólo una M, de mierda, por supuesto. En él, en Juan Asensio, lo de las tres M no era una receta de libro de autoayuda. Lo había experimentado y lo había sufrido en su propia carne. Peor, en la carne de su carne que era su mujer. En el instituto había leído el Evangelio: «…Y serán los dos una sola carne». Lo recordaba muy bien. Era estrictamente cierto. Así que esas tres letras le habían entrado con sangre. Y así fue porque así tenía que haber sido. Vivir el momento. El futuro puede ser demasiado amargo para bebérselo de golpe. Mejor a sorbitos. Misión: que mi mujer sea feliz ahora. Misterio: Dios dirá. Si no dejamos sitio al misterio nos asfixiamos. Porque el sinsentido, como el cáncer, ahoga. Se dejó llevar por una languidez a la que no quiso oponerse. Demasiadas emociones. Y también su mente se dejó llevar. Hay otras dos M importantes y contrapuestas, se dijo, la M de la muerte y la M de la maternidad. ¿Será por eso que, según dicen, la Virgen María, otra M, la Madre por excelencia, vence al demonio, señor de la muerte? No sé si será por eso o no, pero es bonito y como decía un amigo suyo, la belleza está muy cerca de la Verdad -con mayúsculas, subrayaba su amigo-. 

Estaba a punto de dormirse, cuando llegaron al hospital. El brigada abrió el portón trasero y le pidió que le acompañase, mientras María y Carmelo ingresaban a Charly en urgencias. Fran se quedó al volante. 

 

-Los demás bajad a estirar las piernas, ordenó el brigada.

 

Martorell y Juan Asensio se alejaron unos pocos metros de la ambulancia.

 

-Asensio, mire, no sé por qué me fío de usted pero no tengo más remedio que hacerlo. Por otra parte, si me traiciona no podrá empeorar nuestra situación, al menos desde Barcelona. Todos los que pueden hacer fracasar la misión ya están en ello y no imagino quién más pudiera añadirse. 

-Oiga, yo no voy a traicionarle porque para empezar no sé de qué estamos hablando y para terminar a mí el dinero, la verdad, no me importa tanto como para corromperme. 

-Le creo a usted. Eso que dice se le ve en la cara, Asensio. También se le ve triste. Jodido, para ser más exactos. No se justifique. En cualquier caso, yo sí debo explicarme. 

 

El brigada le contó toda la operación, aunque omitió los aspectos más políticos. También le ocultó algún nombre y varió alguna situación por mera prudencia, no por desconfianza. El brigada Martorell solía fiarse de la gente que tenía cara de haber sufrido.

 

-Ésta es la historia, ¿me ayuda? 

-¿Por qué no, brigada? Supongo que es la forma de acabar con el cáncer de esa empresa. Y es una misión. 

 

El énfasis que Juan Asensio puso en las palabras cáncer y misión desconcertó al brigada pero no tenía tiempo para disquisiciones. Sin embargo, dos ideas cruzaron su mente como rayos: aquel hombre tenía claro el concepto de misión, cosa muy rara en un civil; y aquel hombre tenía algo de él mismo. Todos compartimos algo de todos, concluyó, incluso la maldad. Especialmente, la maldad.

  

-Bien, Asensio. Usted ahora deja a uno de sus chicos aquí con el herido, y al resto los divide en dos grupos y cogen dos taxis. Salgan en direcciones opuestas. No lleguen a Barcelona en taxi. Cambien de medio de transporte. Tampoco crucen la frontera por el mismo punto, ni a la misma hora. Se trata de despistar a los perros que nos acosan. Los de Kolstov nos han seguido hasta aquí, sin duda. Estoy convencido de que nos persigue más gente. Alguno picará. Si no fuere así, en cuanto llegue a Barcelona vaya a ver a Juan Escala, presidente de Motorico. Dígale de mi parte -aquí tiene esta tarjeta- que procure retrasar un día, o unas horas, la celebración de la Junta. Yo creo que, en este momento y en estas circunstancias, voy a necesitar cada minuto. Gáneme tiempo, Asensio. 

-De acuerdo, puedo llegar al señor Escala con cualquier excusa, presentarle la agencia que dirijo, por ejemplo. 

-Insisto, vaya a verle. No llame por teléfono, lo tiene intervenido. No se vean en su despacho, lo tiene sembrado de micrófonos. No se fíe de los de recepción, ni del secretario; de la secretaria, sí. Y, muy importante, evite a un tal Oliveira. Es peligroso. 

-¿Oliveira? 

-Sí. Muy peligroso. 

-Bien, bien, pero una Junta no se aplaza así como así. 

-Puede no haber quórum. 

-¿Qué insinúa, brigada? 

-No se apure, hombre. No le estoy pidiendo que se cargue a nadie. Pero sí que pueden no llegar, o retrasarse. Oiga ¿no tiene usted creativos? Pues que inventen algo. Con que tres no acudan es suficiente. Le daré nombres, direcciones y debilidades. Lo tengo en la ambulancia. 

-Y todo esto, ¿para cuándo? 

-Ya. Antes de dos días. 

-O sea, como siempre en publicidad. Parece usted un anunciante, brigada. 

-Hoy es martes. Si usted no lo impide, la Junta es el viernes, y pasado mañana deben estar las acciones depositadas en Credit Suisse, en Ginebra. Estamos en Montpellier y tengo que zafarme de la jauría que nos sigue, lo que como comprenderá no lograré yendo por autopista. 

-Con lo que perderá tiempo, claro. 

-Y usted me lo ganará. 

-Oiga, yo… 

-No se preocupe, Asensio. Haga lo que buenamente pueda. No es necesario que se convierta en un héroe. Yo llevo años cobrando por ello y no es agradable. A todos nos gusta vivir. 

-Pues yo llevo siete años de héroe y ahora lo echo en falta. ¡Seré gilipollas! 

-Bien, Asensio, nos veremos en Barcelona, espero. Ah, si tiene problemas no acuda a la Guardia Civil, no le harán caso. Y tampoco vaya a la Policía, podrían liarlo todo. Vuelva a su agencia y olvídese. ¿De acuerdo? Mucha suerte. -Brigada… 

-Dígame. 

-¿Ha pensado usted en la posibilidad de que nos secuestren? 

-Sí. 

-¿Y? 

-Insisto Asensio, no se haga el héroe, nunca. No tendría ninguna posibilidad. Yo le pido que haga aquello que pueda usted hacer. Nadie tiene derecho a pedirle a usted más. Ni Dios. 

-Dios casi siempre pide más. Pero bien, entendido brigada, nos veremos en Barcelona o en el infierno. Y cuídese, no le veo muy en forma; disculpe, no se moleste, creo que ya no está usted para muchas aventuras.

 

El apretón de manos fue sincero y fuerte. “Adiós, Asensio” dijo Martorell, como si no fueran a verse nunca más. El brigada montó deprisa en la ambulancia, con Fran al volante y Carmelo y María detrás, como siempre, y rodearon lentamente el edificio del hospital. Luego inspeccionaron las calles adyacentes. Pasaron por la Plaza de la Comedia y la Fuente de las Tres Gracias. Nada. El brigada buscaba a Kolstov. Dieron tres o cuatro vueltas más y volvieron al hospital. En ese momento uno de los taxis de Asensio salía del recinto. Buen muchacho, pensó Martorell. Tuvo un presentimiento y recordó el parking elevado que daba a la fachada sur del hospital. Es una posibilidad. La ambulancia avanzaba lentamente en el denso tráfico del centro, como un vaquero entre las reses de la manada. El brigada entornó los ojos, bajó la ventanilla, se llevó la mano a la cintura y acarició la sobada culata de madera del viejo revólver. 

 

-Fran, a la derecha, al parking elevado, rápido, dijo. 

-No puedo ir más rápido. 

El brigada resopló. 

-Embísteles. 

-Mire, me parece que el otro taxi sale ahora del hospital y va hacia allí. 

-Perfecto. Pasa por delante del parking y tuerce a la derecha otra vez. Deja que el taxi siga recto. A ver si están donde deben estar y hacen lo que han de hacer estos rojos del demonio. 

 

Fran detuvo la ambulancia a trescientos metros de la esquina. Martorell vio acercarse a un individuo. Amartilló el revólver. Bonjour y una parrafada en francés.

 

-¿Qué coño dice este cretino, Fran? ¿Fran?

 

Fran no hacía caso. Sólo miraba. El cretino seguía hablándole al brigada.

 

-Ahora, exclamó Fran. El BMW gris… sale… y… sigue… ¡al taxi! 

-Me parece muy bien pero, ¿qué dice éste? 

-Que la entrada de urgencias del hospital está por el otro lado, que el enfermo que llevamos se va a morir si no lo bajamos ya, que nos ayuda…¡Qué se yo! 

-Que se pire, ¿no? Bueno, larguémonos. 

-Ha funcionado, brigada. ¿No está más tranquilo?

-No. Nunca es tan fácil con Kolstov.  

Kolstov 

 

Cerca de los jardincillos de la Estación de Palavas tuvieron que parar porque pasaba la comitiva de un entierro. Igor Kolstov maldijo su suerte. Iban a perder el rastro de la ambulancia. Mientras pensaba qué iba a hacer dejó que su vista vagase por el cortejo fúnebre. Debían de ser miembros de una secta. Un predicador enlutado y pálido como una calavera, los ojos hundidos en un rostro puntiagudo, había detenido al grupo y gesticulaba como un cuervo que quiere empezar a volar. Los de la comitiva le miraban hipnotizados. Los coches estaban parados pero nadie hacía sonar el claxon. En medio de un silencio extraño sólo los graznidos del predicador cortaban el aire. Se retorcía elevando al cielo las manos crispadas en una plegaria anacrónica y alucinada. Se retorció aún más y cayó al suelo lentamente. Un hilillo de sangre que le colgaba de la boca llegó al empedrado antes que su cuerpo. La gente corrió hacía él y rodearon al pájaro herido de muerte. Sólo gritó una mujer. La calle quedó despejada.

 

-Acelera, Víctor, dijo Igor Kolstov mientras le quitaba el silenciador a la pistola ligeramente caliente. 

 

Miró por el retrovisor. El humo del tubo de escape del Mercedes hizo desaparecer la escena del entierro como si hubiera sido un sueño absurdo. 

 

-A la autopista, Víctor. Dame el vodka. 

-Toma. ¿Por qué te interesa tanto ese guardia civil? 

-Porque debería estar muerto. 

-Ah. ¿Perseguimos a un fantasma, Igor? 

-Casi. 

 

Kolstov volvió a mirar por el retrovisor. Ya no había humo y los últimos suburbios de la ciudad se perdían en una niebla vespertina que parecía verde y venenosa. Entonces, muy despacio, apartó la botella de los labios, tragó un resto de vodka haciendo un enjuague despectivo y vio aparecer en el espejo un guiñapo humano, un ecce homo gris y miserable. Iba a coger de nuevo la pistola pero no supo contra qué iba a disparar esta vez. El guiñapo tenía la boca abierta y todavía un último brillo de odio en los ojos tumefactos. Miraba a Kolstov pero no decía nada. Entonces creyó oír la voz de Orlov, lejana, repasando el manual: “Al prisionero se le tienen horas enteras de pie, sin permitirle sentarse hasta que se desploma tronchado por el insoportable dolor de riñones. Alcanzado este punto, el cuerpo se hace espantosamente pesado y las vértebras cervicales se niegan a sostener la cabeza. Toda la espina dorsal duele como si fueran a partirla en pedazos. Los pies se hinchan y un cansancio mortal se apodera del interrogado.” Éste ya no tiene otro afán que el de lograr un momento de descanso, de cerrar los ojos un instante, de olvidarse de que existe, de que existe el mundo. Cuando es materialmente imposible seguir con las preguntas, se suspende la sesión. El prisionero es arrastrado a su celda. Se le deja tranquilo unos minutos, los suficientes para que recobre un poco su equilibrio mental y comience a adquirir conciencia del espanto de la prolongación del interrogatorio: monótono, idéntico en las preguntas e insensible a las respuestas que no sean de total inculpación. Veinte minutos bastan. Se reanuda el proceso. Vuelven los consejos, los insultos, vuelve el tiempo sin medida en que cada minuto es una eternidad de sufrimiento y de fatiga, de cansancio moral y físico. El prisionero acaba desplomándose con el cuerpo invertebrado. Ya no discute, ni se defiende, ni reflexiona; sólo quiere que le dejen dormir, descansar, sentarse. Unos pocos días más y el prisionero sólo querrá morir, que aquello acabe cuanto antes. De la boca abierta del guiñapo le pareció que surgía un insulto atroz, apenas audible. El golpe de Orlov fue terrible. Y el de Mijail. Luego fue la sangre viva, la piel desgarrada, los músculos destrozados. El guardia no soportó la crueldad de la tortura. El retrovisor se tiñó de rojo. Kolstov cerró los ojos. El guardia. Reconoció al guiñapo. A principios de 1938, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) había detenido en Barcelona a un espía de los fascistas, un guardia civil que atendía por Martorell, que había dirigido actos de sabotaje en la retaguardia, estropeado algunas operaciones en el frente de Aragón e informado sobre objetivos de bombardeos en la ciudad. Un tipo peligroso. Cuando confesó, lo mandaron a la «cheka» de la calle Vallmajor. De allí no pudo salir vivo. 

 

-No pudo salir vivo, Víctor. 

-Deja de beber, Igor. No aguantas como antes. 

-Estoy cansado, Víctor. 

-Y viejo. 

 

Se sosegó. El espejo retrovisor sólo reflejaba ahora el círculo bermellón de un sol de atardecer que se apagaba entre nubes moradas. Era sólo eso, Igor, pesadillas de juventud. No hay sangre ya. La ha borrado el tiempo. Pero el tiempo no borra las cicatrices del crimen. Cuántas veces se lo oyó decir a Orlov: tengo que hacerlo yo personalmente, camarada Kolstov, las cicatrices son para toda la vida, sois demasiado jóvenes, os creéis invulnerables. 

Y apretaba el gatillo sobre el resto humano que había enloquecido en la «cheka», ese espacio sin día ni noche, decorado como un cuadro de Kandinsky -Kolstov siempre pensó que el arte abstracto era intrínsecamente perverso; él admirada a Repin-, con camastros inclinados para que nadie pudiese dormir, con ladrillos de canto en el suelo para que nadie pudiese pasear ni sentarse, con la luz brillando siempre sobre las pupilas extraviadas. Y, sin embargo, Orlov no mató al guardia Martorell. Esperaría más delaciones, más información. Pero no mucho después los agentes soviéticos abandonaron España, detrás de las Brigadas Internacionales. Se acabó la guerra para ellos, volvieron a Moscú. Y se olvidó del guardia civil por un tiempo.

 

-Ese endemoniado guardia no aparece. Es imposible que nos haya sacado tanta ventaja, Víctor.

-Se habrá desviado, Igor. 

-No creo. Va más rápido por la autopista y sabe que nos ha despistado. 

 

La noche invadía la autopista. No había estrellas. Sólo luces rojas, fugaces, que el Mercedes adelantaba con desesperación. De pronto, a la salida de una curva, una forma blanca, una cruz imperceptible, una sirena apagada, una sola luz de posición encendida. Una conjetura que se presiente en la oscuridad por un destello naranja. Y con cada centelleo, la cruz se alzaba entre las sombras, delante de ellos, como una presencia inverosímil.

 

-Se camufla tu guardia, Kolstov. 

-Son ellos, no hay duda.

 

La ambulancia dejó la autopista. También lo hizo el Mercedes. La carretera a la que salieron, con el marco rectilíneo de los chopos, se perdía en la oscuridad y no existía más allá del trozo que iluminaban los faros; y era probablemente cierto que nada había más allá -nada hay- porque la realidad se crea y se modela y se hace hóstil, o amable, sólo cuando es contemplada. Porque no hay creación sin observador, ¿para qué el mundo si nadie lo mira?

 

-Bien, Víctor, prepárate. Vamos a adelantarles, los cerramos. Ya sabes. 

-Veo un paso a nivel allá delante, Igor. No puedo ahora. Ojalá venga un tren. 

Un ruido uniforme, cansinamente rítmico, cada vez más próximo. 

-Ahí tienes tu tren, Igor. 

-En cuanto frenen, a por ellos. 

-No frenan, Igor. 

-El tren los arrollará, mejor para nosotros.

 

La locomotora se acercaba imparable al paso a nivel sin barreras que partía en dos la carretera y las hileras de chopos. La ambulancia se acercaba imparable a la locomotora. Brincó como un caballo encabritado por encima de las vías y el telón metálico del convoy puso fin a la escena.

 

-¡Han pasado! 

-Maldita sea. 

Sonó la radio del coche. Un Igor Kolstov encolerizado se puso al habla.

 

-Sí, aquí Kolstov, ¿eres tu Boris? No… Raduyev; sí, ¿qué ocurre? Tenéis a uno de los taxis, muy bien. ¿Y el otro? Le seguís en este momento… ¿Ya lo tenéis también? Entonces… ¿Cómo que falta un tipo? ¿Que no es culpa vuestra? A lo mejor es mía, ¿verdad? ¡Atrapadle, como sea! ¡Pareces un novato, Raduyev!  

 


 

Asensio - Parte 2