lunes. 28.04.2025

Contra los partidos


Uno de los mayores logros de la democracia liberal que padecemos la mayoría de los países europeos, y desde luego España, es haber conseguido eliminar por completo del debate público la conveniencia de que sean los partidos políticos los encargados de llevar la representatividad ciudadana a las instituciones públicas. Naturalmente, buena parte de ese logro radica en las propias constituciones que, como es el caso de la española de 1978, otorgan a los partidos el protagonismo único y absoluto de la vida política nacional. Tenemos la duda de que si “el constituyente” podía o no prever, en aquellos primeros momentos de la Transición, la debacle moral, organizativa y de funcionamiento interno que iban a tener posteriormente esas primeras fuerzas políticas.

En una obra publicada el año pasado por la Ed. Sekotia, el abad del Valle de los Caídos, padre fray Santiago Cantera, recuerda con mucho acierto lo que, de facto, han supuesto los partidos políticos en la práctica totalidad de los países donde hay democracias liberales. En “La crisis de Occidente”, Cantera (quien ya había publicado con gran éxito “Hispania Spania” sobre el origen de nuestra nación) explica cómo “se produce la división del pueblo según los partidos políticos. En realidad, es una desnaturalización de la sociedad, a la que se roba su composición orgánica para erigir en su lugar una estructuración repartida en partidos políticos más o menos enfrentados entre sí […] Los partidos no representan los cuerpos intermedios ni buscan realmente el bien común de la sociedad, sino que responden a intereses parciales no orgánicos y a la aspiración de un sector pequeño de llegar al poder”. Dicho con otras palabras, los partidos no representan realmente a los ciudadanos, ni se preocupan por sus problemas reales. Y, sin embargo, curiosamente, nadie que quiera conservar su trabajo en los MCS del sistema se atreverá a criticar el sistema de partidos, que es incluso más intocable que la propia monarquía parlamentaria, a la que se ridiculiza e insulta continuamente, sobre todo en los media izquierdistas o republicanos.

Solamente hay que tener una mínima capacidad de análisis crítico (y, por supuesto, una total independencia de los partidos políticos) para comprobar hasta qué punto el diagnóstico del padre Cantera se ajusta fielmente a la realidad española. Los llamados “líderes políticos” son, en general y salvo contadísimas excepciones, personas sin experiencia de gestión, sin una especial formación intelectual, con lagunas culturales fácilmente comprobables, cuyo mérito principal consiste en haberse afiliado pronto a sus partidos y haber ido trepando, como la hiedra por las paredes, a base de pelotear a los anteriores líderes (sus jefes directo o indirectos), y “heredar” el cargo gracias a elecciones “primarias” casi siempre controladas y medio amañadas por las propias ejecutivas. El que no tiene una tesis doctoral falsificada tiene un máster americano hecho en Aravaca. Sus intervenciones parlamentarias provocan verdadero rubor, y su único empeño consiste en intentar demostrar (siempre con palabras, nunca con datos ni hechos demostrables) que el oponente es peor.

En ese empeño desesperado por ganar las siguientes elecciones, los políticos de los partidos usan cualquier artimaña a su alcance, cualquiera, sin escatimar en el uso de bulos, informaciones no contrastadas, verdades a medias o medias mentiras, burdas y groseras manipulaciones..., incluso asuntos de tipo privado, personal o familiar, a los que se acude, en el colmo de la impudicia, para intentar siempre conseguir lo mismo: que el próximo sondeo de intención de voto les sea más favorable (suponiendo que antes ese mismo sondeo no lo haya pagado el partido de turno). A este tipo de comportamientos inmorales hay que sumar, desde hace años, la triste realidad de las redes sociales, que se adaptan perfectamente a ese uso continuo de la mentira y la manipulación por parte de los partidos y sus líderes. El resultado es un cúmulo diario de indecencia y amoralidad, de bajos instintos y ausencia total de límites morales, que conduce inevitablemente a una creciente polarización social. Repitiendo modelos del pasado que tuvieron terribles consecuencias.

En una reciente biografía de Julián Marías, editada por la Fundación FAES, el profesor Ernesto Baltar pone de relieve, en palabras del gran filósofo vallisoletano, cómo “se permitió que dos grupos menores, pequeños y extremos, ayudados por la propaganda y la coacción, forzaran a todos los demás no solo a la adscripción a uno de los bandos, sino a algo todavía peor: la incondicionalidad, es decir, la aceptación de todo lo que viniera de su bando, aún cuando fuera injusto, inmoral o monstruoso […] Esta locura colectiva fue propiciada por la manipulación de las masas desde los medios de comunicación, que repetían machaconamente una interpretación de las cosas sin necesidad de justificarla ni discutirla, produciendo un efecto hipnótico o anestésico”. Más allá de que se puedan añadir otros elementos acerca del origen de la guerra civil, coincidiremos en que esa misma “polarización ficticia”, hinchada por intereses bastardos que no respondían a una preocupación real por el bien común, es la misma que tenemos hoy en la sociedad española, y me atrevo a añadir también europea u “occidental”.

El exceso de protagonismo que los partidos políticos tienen en las democracias liberales viene determinado, sobre todo, por haber hecho creer a los ciudadanos que no hay otra forma de articular un sistema de representación que no sea a través de ellos. Es decir, se creen imprescindibles. Cuando, en realidad, la llamada “democracia orgánica” (cuyo intento de puesta en práctica durante el franquismo no se adaptó verdaderamente a su naturaleza) es la única que garantiza, entre otros, los principios de soberanía social y la subsidiariedad que siempre han estado presentes en la Doctrina de la Iglesia Católica. Sin el respeto a estos principios, lo que el sistema liberal-capitalista propicia es una partitocracia que prima los intereses particulares de las grandes corporaciones y de los poderes fácticos (lobbies de género, ONGs próximas a los partidos, etc.), despilfarrando los recursos públicos y desatendiendo los problemas reales del pueblo, que queda desatendido y cada vez más radicalizado por los partidos, en una espiral diabólica.

Aunque en próximas fechas me extenderé sobre este particular (especialmente a través de un libro que espero vea la luz no demasiado tarde), los medios de comunicación son cómplices necesarios a la hora de perpetuar este sistema de partidos que esquilma los recursos de la nación y desperdicia de manera impúdica toda la “energía vital” nacional. Y no siempre porque estén subvencionados por los propios partidos, aunque ésta sea una muy poderosa razón. En realidad, la llamada “clase periodística” está alimentada por los mismos complejos, la misma ausencia de moralidad, y la misma bisoñez intelectual que caracteriza a los líderes políticos. Por eso es tan frecuente que unos y otros pasen de “tertulear” en los platós de TV a hacerlo en las sedes de los partidos, y viceversa. Cuando después se dice “el periodista fulanito ahora es un político de tal partido...”, yo digo que no, que siempre fue un político de ese partido; primero, sosteniendo un micrófono para alabar a esa fuerza política, y después sentado junto al líder en las reuniones de la ejecutiva, pero siempre al servicio del interés particular de ese partido, no del interés general.

Lo que hay en el origen de esta convivencia repugnante entre la política y el periodismo, que deberían estar permanentemente enfrentadas (si no violentamente, sí en el sentido de que la una controle los excesos de la otra), es una ausencia total del verdadero sentido del periodismo en las hornadas de profesionales que proceden de las distintas universidades; verdaderas fábricas de autómatas, ensimismados por el amarillismo televisivo y la bronca partidista, donde falta transmitir a los chicos la pasión por la verdad, raíz y razón de ser del verdadero periodismo. Sin un sentido claro de la independencia, sin una saludable distancia con la partitocracia, sin una ética que debe estar basada necesariamente en los principios del humanismo cristiano, el oficio de periodista deviene inevitablemente en el de muletilla del sistema o blanqueador de inmoralidades varias.

No quiero cerrar este artículo sin llamar a una reflexión general a los lectores. La corrupción de la democracia liberal y la crisis de identidad que sufre Occidente desde hace décadas tienen una solución a medio o a largo plazo, cuyo origen está en todos y cada uno de nosotros. De quienes no estamos lobotomizados por el pensamiento único y por el discurso progre-liberal. De quienes todavía nos hacemos preguntas, porque Dios nos hizo seres racionales. De quienes mantenemos una esperanza precisamente en el ser humano, a pesar de sus incontables debilidades. De quienes peleamos, si no por un presente que se nos escapa, sí al menos por un futuro donde nuestros descendientes tengan una vida menos contaminada de sectarismo y odio. En cada uno de nosotros vive la semilla de una sociedad distinta y necesariamente mejor, donde nadie se arrogue el derecho a representarnos usando para ello la mentira, el sectarismo y la burda manipulación de la realidad. Donde vivamos plenamente porque solamente elijamos aquello que de verdad sea nuestro.

Rafael Nieto

Contra los partidos