Fe de Carboneros
Existe una regla no escrita según la cual los males recientes se pueden solventar a la luz de los remedios más primitivos. Algo ajeno al hombre medio actual, quien ha llegado a una cota impensable en sus ancestros: poner toda la confianza en los extraños que se camuflan bajo el sayo de instituciones convencionales. Llegar a ese punto es abjurar de las cautelas indispensables para protegerse a si mismo y a los suyos. Una fe ciega en lo institucional no deliberativa, que anuncia el fenecer de la comunidad política como sana unión de voluntades. La reversión total del principio de subsidiariedad. Lo que el tratadista español Víctor Pradera, en sus disertaciones sobre el Estado, calificaba de “animalidad gregaria”. En el momento, en que colisionan la confianza no deliberativa en las instituciones (animalidad gregaria), y el espíritu de supervivencia del que hace gala el instinto racional; la unión de voluntades quiebra ineluctablemente.
Todo mal principia en una mala dogmática, entendida como la pésima interpretación de lo que es verdadero. Si el hombre medio actual es la viva imagen de la mala dogmática es porque somete su dogmatismo a las zarabandas del poder, porque abandona toda reflexión ascética capaz de separar lo mundano de lo elevado, porque pone su suerte en manos del devenir de los tiempos. La incapacidad para discernir entre el dogma y el convencionalismo hacen de él el más temerario de los dogmáticos. Una epidemia puede provocar enfermedad, dolor, muerte y mucho sufrimiento. Más jamás una quiebra civil, ni una tiranía intelectual, ni una persecución política, ni una desinformación deliberada. Eso solo arrecia en una sociedad de autodestrucción latente, sin anclaje cierto, con fe de carboneros, propicia para los peores intoxicadores. Lo que faltaba era una orquestación pandémica para hacerla detonar. Leyendo estos días las invectivas que lanzan reconocidos tribunos del periodismo, la política, o la ciencia, hacia los no vacunados contra el síndrome covid19, parecería que los no inyectados son una caterva de leprosos que anteponen sus caprichos a la propia supervivencia de la especie. El caso es que a los leprosos, el instinto racional les ha susurrado al oído que no se confíen al primer fulano que aparezca con un remedio taumatúrgico para todas las plagas, que los nuevos fármacos experimentales se parecen más a los mejunjes del profesor Bacterio que a una vacuna. De eso no se han enterado esos pretendidos próceres de la salud pública, ansiosos por aplicar el rodillo oficial. La cacería en bien del interés general está servida. Los pretendidos próceres se han tragado sin pestañear el vademecum de falacias, forzaduras, y suposiciones sin fundamento, que ha presentado esa secta poltronesca que es hoy la ciencia oficial. Una ciencia politizada y crematística, que ahora tiene en esos nuevos próceres a sus mamporreros
Hace ya casi un siglo que el que fuera arzobispo de Nueva York, Fulton Sheen, escribiera una obra que tiene por título Religión sin dios en la que enfatiza que “ la fe que no tiene fundamento racional no es fe sino superstición y fantasía “. Y añadía que “una voluntad sin entendimiento que haga razonable sus exigencias, no es voluntad sino lo que Heinz llamaba “farsa después de la tragedia “. Tal como instruye la etimología de la fe, la confianza solo se deposita en el más fuerte, entendiendo que la fortaleza y el poder son cosas muy distintas. La garantía de una fe se sostiene en la fortaleza del credo, nada que ver con las presiones políticas, ni con las componendas que usurpan la ciencia, ni con las invectivas de estomagantes mamporreros, ni mucho menos aún con las consignas de la protervia global, desfachatada en su particular humus de la sociedad tradicional. Semejantes desdichas prosperan por la ausencia en el hombre medio de nuestra era, de férreas convicciones. El nomadismo, primero en la fe y después en la razón. La farsa después de la tragedia.
La fe verdadera que vindicaba Fulton Sheen tuvo la sabiduría de articular el principio anejo a toda comunidad política que se precie, que no es otro que el principio de subsidiariedad. Principio que para nuestra desgracia fue víctima de las devastaciones de la Revolución, pues suponía un estorbo para instalar entre los hombres la fraternidad abstracta y ciudadanesca (a la postre, fuente permanente de conflictos). Eran las sociedades intermedias, las que custodiaban el magno principio de subsidiariedad y ya se encargó el Estado moderno de aplastarlas. En el pensamiento aristotélico-tomista, el hombre queda subordinado a la sociedad civil, pero Santo Tomás de Aquino observó con primor que “ el hombre no está ordenado al cuerpo político segun todo lo que es y tiene. Algunos aspectos no quedan subordinados al bien colectivo y el hombre tiene autonomía sobre ellos. La persona no puede estar absorbida totalmente por la comunidad política “. El Aquinate observa que es el principio de subsidiariedad el que en el seno de las comunidades artícula la dignidad y la libertad humanas. Sin embargo, la orquestación pandémica actual alcanza justamente el anticlímax de este sano principio; con medidas coercitivas que eliminan por completo la participación de la persona en el gobierno de las cosas y de su propia vida, unido a la animalidad gregaria del hombre medio actual. Maldición que la protervia global ya anunció hace muchísimo tiempo en palabras de Barack Obama (esa manufactura de Harvard que tan en boga estuvo):” los hombres y mujeres ordinarios son de mente muy pequeña para gobernar sus propios asuntos. El orden y el progreso solo pueden venir cuando los individuos cedan sus derechos a un soberano todopoderoso”. A tamaña aberración se había adelantado Pío XI muchísimos años antes, nada menos que en 1931, con la encíclica Quadragesimo Anno: “toda actividad social debe, por su propia naturaleza, proporcionar ayuda a los miembros del cuerpo, y nunca destruirlos y absorberlos “. Pero las palabras que calan hoy día son las de un mesías de pacotilla como Obama. Mucho más aún calan en los nuevos rabís del vulgo moderno, esos próceres de la salud pública, en realidad polizontes intelectuales de la protervia global, ávidos de imponer la vacunación como principio supraterrenal de conservación de la especie. Voceros de un fideísmo secular que no aporta conocimiento de ningún tipo, solo la expresión acientífica de una voluntad nómada y sin entendimiento.
Aunque moleste a los pretendidos librepensadores, el hombre necesita de certezas para no descaminar. No ha pervivido a largo de toda la historia poniéndose en manos de chamanes y tiranos, muy al contrario ha sobrevivido a todos ellos. Y lo ha hecho compaginando con prudencia y armonía, el bien colectivo y el bien personal a la luz del principio de subsidiariedad del que nada saben los nuevos próceres de la salud pública. En consecuencia, muy grande les queda a estos carboneros de la fe, advertir que la ciencia oficial anda en manos de un puñado de chamanes, que la salud pública es el nuevo coladero de las tiranías, que el hombre cierto es el que se mantiene cauto ante lo incierto, en especial ante los extraños que le piden que renuncie al gobierno de las cosas por la pequeñez de su mente. El hombre cierto no pierde la costumbre de distinguir entre fortaleza y poder, entre fe y superstición, entre realidad y ficción. Ese hombre de instinto ancestral, reacio a los mejunjes del profesor Bacterio, inasequible al mantra de la salud pública y a todos los mamporreros de la secta poltronesca, sabe que una voluntad sin entendimiento no es más que una farsa después de la tragedia.