No hay palabras para la guerra - Capítulo 20 [Parte 1]
Un soldado traía un tazón con presunto café con leche y un chusco de pan duro.
-Coma algo, que luego quiere verle el capitán Santapau.
Comí, me adecenté como pude y salí del cuartucho acompañado por otro soldado. Todo olía mal. Todos olíamos mal. El hedor de “la miseria”,
esa palabra que describía la porquería material y espiritual de la guerra,
y que era como un vaho del infierno.
Al llegar, el capitán me miró y una amplia sonrisa, no exenta de ironía,
se dibujó en su rostro.
-Brigada Martorell, de la Comandancia de Sants. Bienvenido. Lamento las incomodidades de la noche pero usted mejor que nadie comprenderá que debemos ser muy precavidos. Los informes de Codo sobre su persona son favorables.
-Yo, le agradezco que…
-Déjeme terminar. El alférez José Bach de Fontcuberta le envía un abrazo. Y el requeté Pagés Raventós, otro. “Un individuo alto, delgado, con el pelo cano y gruesas cejas negras, ceño fruncido casi siempre y rictus permanente de seriedad.” Así lo definió Bach. Es usted, sin duda alguna. Y dio algunos detalles que, si no le importa, brigada, prefiero, que me cuente usted: ¿de qué conoce a esos muchachos y qué hace aquí, realmente?
-Mi capitán –empecé, y, sin permiso del interesado, cogí un cigarrillo-, con estos dos muchachos, como usted dice, y con unos cuantos más, teníamos previsto tomar la emisora del Tibidabo el día 18 de Julio del pasado año. No funcionó porque hubo alguna delación. Sospecho de un guardia de mi puesto, un tal Sobrino, pero ésta es otra historia. Bach vivía en la calle de Caspe y estudió el bachillerato en el colegio de los Padres Jesuitas de esa misma calle. Después empezó la carrera de Derecho. Pertenecía a la Agrupación Escolar Tradicionalista y a la Congregación Mariana. Conseguí meterle en el mismo barco que a Pagés Raventós y su familia, rumbo a Italia, gracias a mis amigos anarquistas.
-¿Amigos anarquistas?
-Bueno, con los honrados idealistas me llevaba bien. Yo les hacía favores y ellos me los hacían a mí. El que me ayudó en la fuga de los Raventós es un buen tipo, a quien coloqué en las famosas Cavas Codorníu. La familia pagó y no hubo problemas. En ese mismo grupo, ya digo, colé a Bach. A lo que parece, pudieron volver a España y pasar a la zona nacional. Imagino que entrarían por San Sebastián y allí se enrolarían en algún tercio carlista.
-El alférez Bach viene del Tercio navarro “María de las Nieves”, es cierto.
-Bien, mi capitán, ésta es la historia.
-Esos chicos le deben la vida, Martorell, eso está claro. ¿Y usted qué hace aquí?
-Yo, mi capitán, tuve que salir huyendo de Barcelona. El anarquista que me ayudó a salvar a los dos requetés me informó de que estaban sobre mi pista, porque fui denunciado como fascista al entonces Consejero de Gobernación de la Generalidad de Cataluña, don José María España (esto lo supo el brigada Martorell años después), por mis compañeros, los guardias Méndez y Sobrino, teniendo que imponerse el guardia Calles, pistola en mano, para que retiraran la denuncia. Sin embargo, parece que la de Méndez prevaleció. De manera que ese amigo anarquista, Rogelio Comas, me facilitó la salida de la ciudad en un batallón de la FAI, cuyos mandos intermedios eran amigos. No tenía otra opción, y, por otra parte, podía perseguir a un tal Ernesto, pistolero profesional, dinamitero y atracador, con el que tengo una vieja cuenta pendiente.
-¿Ronda por aquí el pistolero?
-No lo sé. Según mi amigo anarquista, al perder el poder la CNT-FAI en mayo, este elemento desapareció. Le llegó la noticia de que podía estar en este frente, en algún batallón de los suyos, para la ofensiva que se avecina.
-Cuestión de la máxima importancia, brigada.
Expliqué, una vez más, con tanto detalle como me fue posible, el dispositivo bélico que se cernía sobre Belchite, Codo, Quinto, Mediana y demás pueblos de la zona. Incidí en la presencia de carros de combate y blindados; en la incorporación al contingente de brigadistas internacionales; en la necesidad imperiosa de hablar con Zaragoza, con el general Ponte -que yo creía se hallaba al mando-, para que enviase refuerzos sin más demora; en la urgencia de fortificar y preparar una defensa adecuada de las posiciones; y en que “Dios nos ampare, mi capitán”.
-¿Usted qué va a hacer, brigada?
-Yo, si me lo permite, preferiría ir a Codo. Allí son menos que ustedes y cualquier ayuda será bien recibida, espero.
-No lo dude –terció Santapau con sorna.
-Mañana mismo, de madrugada, con el camión artillado, puedo partir. Les orientaré en la defensa en cuanto llegue, porque me temo que el ataque rojo es inminente. Aquí en Belchite, con su permiso, mi capitán, dirigiría el tiro de alguna pieza de artillería hacia Codo. El enemigo sabe que la guarnición es allí escasa y no dudo de que tratarán de romper el frente por ese punto.
-Puedo enviar algunos refuerzos –dijo Santapau-. Gente de mi Bandera, al mando del alférez Ibáñez, quien, por cierto, es también de la Guardia Civil, Comandancia de Alfajarín.
-Muy bien, mi capitán. Pero no salgamos juntos. Los rojos nos vigilan y pueden sospechar. Que la fuerza de Ibáñez vaya en dirección opuesta y rodee Belchite, simulando una descubierta de exploración. Pueden salir un par de horas después que el camión.
-No está mal pensado, Martorell. Es usted un viejo zorro. Bien. Ahora salgamos y señáleme sobre el terreno las posiciones del enemigo.
Abandonamos el pueblo. Pasamos por delante de la iglesia, de la que hoy quedan solo ruinas que se alzan como cadáveres erguidos hacia el cielo. Volví a Belchite hace unos diez años, con mi mujer y mi hijo. El chaval se metía en los portales derruidos y subía a los pisos y se asomaba a los balcones destrozados.
-¡Baja de ahí, que se puede caer la pared en cualquier momento!
Franco decidió conservar esos vestigios del pueblo viejo como un recuerdo de la barbarie, de la carnicería fratricida de aquel verano de 1937. Al lado, se construyó una nueva población y los vecinos no querían saber nada de aquel esqueleto pétreo ni de los fantasmas que habitaban las ruinas.