No hay palabras para la guerra - Capítulo 16 [Parte 1]
Se avanzó, pues, de madrugada, por aquellos páramos. Y se ascendió al Saso, unas colinas peladas desde las que, efectivamente, teníamos a tiro el pueblo de Codo. La fortificación de aquella cima progresó con orden y a buen ritmo. No había reacción del enemigo. Instalamos un par de nidos de ametralladoras, cavamos trincheras y amontonamos sacos terreros en los flancos. Cuando todo quedó listo, repartieron un poco de rancho frío y fumamos.
-Bien, chico. Ha habido suerte.
-Sí, señor. No ha pasado nada.
-No. Vamos a echar un vistazo por ahí abajo.
Salimos de la trinchera y descendimos unos trescientos metros, en dirección al pueblo.
-Siéntate aquí. No es cuestión de que nos vean.
-Está todo tranquilo.
-Sí, chico.
Le mentí. El silencio se había hecho más denso.
Distinguí el cacareo de aves de corral.
-¿Y eso?
-Gallinas, chico.
Tenía la misma sensación que en el Rif. Antes de que los cabileños atacaran, el desierto se envolvía en una claridad extraña, densa, de la que parecía huir todo movimiento. Me sorprendió el vuelo de unos pájaros. Y más cacareos.
-Volvamos a la posición, chico.
-¿Qué pasa?
-No me gusta. ¡Vamos!
Cuando llegamos arriba grité al oficial:
-¡Dirija esa máquina hacia el cementerio del pueblo, ahí abajo!
-¿Qué dice usted?
-¡Que mueva la ametralladora hacia allí, rápido!
-¿Usted quién es para dar órdenes?
Apenas el oficial hubo acabado de hablar, cuando empezaron a sonar gritos y disparos. Me asomé por encima de los sacos y ví a los boinas rojas correr como diablos hacia nuestra posición. Venían del cementerio.
-¡Se lo estaba diciendo, imbécil! ¡Mueva la máquina que nos atacan!
Los requetés se desplegaron, abriéndose hacia nuestra derecha. La ametralladora había parado a los que quedaron a la izquierda. El oficial, ahora sí, movió la otra máquina hacia los que avanzaban. Se detuvieron, cuerpo a tierra. Estaban muy cerca.
-¡Chaval, quédate aquí!
No quería disparar contra los requetés; un par de bombas de mano bien lanzadas tendrían un efecto disuasorio. Y daría tiempo a batir mejor el terreno con las máquinas. Me adelanté y tiré la primera. Los requetés se movieron aún más a la derecha. Empezaron el asalto. No lo podía creer. Los nuestros disparaban como locos pero aquellos “boinas rojas” no retrocedían, al contrario. Uno de ellos inutilizó la primera ametralladora de un bombazo. Tuvimos tres heridos, el resto salió corriendo. La línea quedo desprotegida. Y por ahí entraron a sangre y fuego. Retrocedí yo también hasta el punto donde había dejado al chico.
No estaba.
-¡Eh, retírate! ¡Los tienes encima! –me gritaron.
Estaban, realmente, tan encima que pude ver la cara del oficial carlista y de un par de requetés. ¿Era el joven Bach aquel alférez? ¿Era Pagés Raventós el que iba a su lado gritando? Nos miramos, mientras yo corría sin perderles la cara. No dispararon. No disparé. Se retiraron. Habían limpiado la posición. Solo un requeté desobedeció la orden de repliegue y se llevó la bandera de la FAI. La hizo ondear sobre las trincheras. Se le disparó desde lejos. Se fue montaña abajo. Fin de la aventura. Había perdido al chaval.
-¿Te han dado?
Era el cabo Fraile.
-No, pero me temo que se han llevado a Rogelio. Prisionero.
-¡Maldita sea!
-No creo que lo pase mal. Le harán preguntas y responderá. Ha sido una idiotez ocupar esta loma. Los del pueblo no podían permitir que los tuviéramos a tiro desde esta altura. Y lo que me temo es que nos va a costar tomar Codo.
-¿Por qué?
-¿Has visto como subían? Y no tenían ni idea, porque no la podían tener, de cuántos éramos. Imagínate que les hubiéramos tendido una trampa y estuviera aquí toda la brigada: no hubiese quedado vivo ni uno.
-Tienes razón, Martorell.
-Han hecho una locura. Y pueden hacer muchas más.
-¿Y el chaval?
-No lo sé. Déjame pensar.
-Como quieras.
-Me da que tendré que ir a buscarle.
Fraile me miró con los ojos muy abiertos.
-No puedo fallar, Fraile. Comas no me lo perdonaría y he empeñado mi palabra.
-Te meterás en la boca del lobo.
-Tengo que intentarlo. La conciencia, ya sabes.