Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 9 [El triángulo]
Hay un alboroto cerca del puerto. Una decena de curiosos se concentra alrededor de algo: han encontrado un cadáver entre cajas de pescado. El cuerpo yacente es el de una mujer de mediana edad que ha sido hallado por un perro que perseguía gatos y olisqueaba por la zona. Los ladridos del animal alertaron a un vigilante del puerto encargado de custodiar la zona de la lonja. No es que suceda todos los días, pero un cadáver en las inmediaciones del Raval y el paseo Colón no es precisamente una gran noticia. La masa congregada a su alrededor va y viene espantada, se diría que el cadáver tiene algo distinto al resto. Francisco Martorell es despertado en mitad de la noche. Hace un par de horas que ha llegado del cuartel en el que no le han dado pista alguna de su antiguo capitán Milá, así que él no ha informado nada acerca de las orgías y demás cosas que la Anselma le ha relatado. Mejor esperar y seguir investigando por su cuenta. Una pareja de informadores de la Guardia Civil ha ido hasta su casa y le ha levantado de la cama. Literalmente. Los golpes en la puerta hicieron saltar como un resorte al bueno de Martorell, que acostumbra a dormir con un ojo abierto. Por si acaso. En estas situaciones no hay mucho que preguntar, el protocolo es estricto: vestirse rápido y a la calle. El brigadilla es informado de todo cuando bajan la escalera del edificio en el que vive a dos escasas manzanas de la incipiente Sagrada Familia. Martorell se despide de la pareja al poner un pie en la calle y se dispone a ir por su cuenta al lugar de los hechos. Una mujer asesinada en el puerto, nada más. Ningún nombre, ninguna pista. Hay que llegar y empezar desde cero.
El levante de noviembre pega con fuerza en el rostro de Francisco, que se arrepiente de no haber cogido más ropa de abrigo. Con las prisas ni se ha quitado el pijama que si no es visible para el resto de viandantes es porque lo tapa un abrigo largo, de esos que no llegan a ser gabardina pero que ayudan a cortar el viento. Ideal para situaciones de emergencia en mitad de la noche.
Martorell recorre a pie los casi cuarenta minutos que le separan del punto exacto del puerto en el que han encontrado el cuerpo sin vida de una mujer.
Por el camino se ha topado con fulanas protegidas por la oscuridad, que se le acercan y le cogen la mano en unas calles apenas iluminadas por farolas con antorchas de gas. Francisco reza para que ninguna de estas mujeres sea una de las chicas que trabaja para él, no tiene tiempo de ser reconocido y atender los problemas de cualquiera que haya sido agredida, atracada o cuyo cliente se haya ido sin pagar por los servicios. De modo que Francisco Martorell acelera el paso por las estrechas callejuelas del barrio gótico y respira aliviado cuando alcanza La Rambla, por fin una calle bien iluminada. Al fondo divisa el mar, ya queda menos, ahora el levante sí que golpea de verdad el abrigo del agente secreto de la Guardia Civil. Unos metros más adelante intuye un revuelo a lo lejos, ya en el puerto, un grupo de gente forma un corro. Ahí debe de estar el cadáver, piensa. Echa una última mirada atrás por si le siguiera alguna de sus chicas o clientes que haya reconocido al proxeneta y se dirija a él en busca de prostitutas. Zona despejada.
Cuando llega al paseo Colón, Barcelona parece más oscura que nunca. Esta noche la luna no se refleja en el Mediterráneo porque las nubes, bajísimas, impiden cualquier posibilidad de ver el cielo. Si se ve algo es gracias a los candelabros que porta la pareja de agentes de la policía urbana. La humedad, gris, pegajosa, invade la atmósfera turbia de los bajos fondos
Francisco ha pasado por allí mil veces y conoce al vigilante del puerto, al que saluda con confianza:
-Qué hay, Tomás.
El guarda responde arqueando las cejas.
Martorell no sólo se hace pasar por proxeneta. Hubo un tiempo en el que era descargador en el puerto, oficio sin duda mucho más duro que el de proxeneta en el plano físico, pero no en el psicológico, donde su rol como chulo le hace descender a la condición más baja del ser humano, y ver cosas que jamás hubiera imaginado. Una rutina que no todo el mundo soportaría y que si él lidia con entereza es por culpa de Margarita, su mujer, su compañera, su fortaleza.
A menudo añora los tiempos en los que descargaba cajas de pescado -y no sólo de pescado- en el puerto de Barcelona. Eran jornadas de trabajo larguísimas que comenzaban a media mañana y finalizaban al anochecer cuando arribaban al puerto los últimos barcos que venían de faenar. Días de trabajo duro en los que terminaba agotado, con unos dolores en la espalda que no remitían ni al desplomarse sobre la cama de casa donde Margarita le esperaba con toallas húmedas y unas manos de santa que paliaban las molestias. Pero nada de ello es comparable a los rasguños y arañazos en el alma, al desgaste que para su cabeza supone adentrarse en el lodazal de vicio y corrupción que cada día le toca vivir en el barrio chino. La miseria humana llevada al límite no es plato de buen gusto para nadie, ni siquiera para los curas que confiesan, pero es el oficio que ha elegido este joven, el de agente de la Brigadilla.
Martorell quiere ver el cadáver, quiere comprobar qué es lo que hace que la gente allí congregada no abandone el lugar pasados los minutos. Los agentes tratan de impedir que los curiosos vean de cerca el cuerpo. En vano, dos hombres no pueden contener a esta pequeña multitud curiosa, el ansia por saber es tan grande que incluso uno de los agentes es empujado de tal manera que casi pierde el equilibrio y cae sobre el cadáver. Francisco al fin logra abrirse paso entre el grupo de noctámbulos y se planta ante el cuerpo sin vida que, semidesnudo, presenta signos de una muerta violenta: moratones en piernas y brazos, especialmente a la altura de las muñecas, como si hubiera estado atada con fuerza. Pero no es eso lo que concita la curiosidad desmedida de los presentes. En la cara de la mujer, en la frente, hay dibujado a cuchillo un triángulo. A carne viva, quién sabe si fue realizado mientras la muchacha aún vivía. Ahora Francisco descubre que no es curiosidad sino morbo, un morbo espantoso y terrible, lo que provoca que nadie se haya marchado. No parece un crimen más, no es otra de las rameras que aparecen muertas de vez en cuando porque algún borracho se niega a pagar el servicio y se le ha ido la mano más de la cuenta. Francisco observa el triángulo: todo símbolo tiene connotaciones y si se lo han marcado en la cara será porque el autor no se ha contentado con matar a la mujer sin más, sino que quiere, en su vanidad delirante, decirle algo al mundo. Sigue observando la escena del crimen y cae en la cuenta de que no hay rastro de sangre alrededor del cadáver, ni tampoco en la cara -la herida está más que reseca- de la mujer. Esto hace pensar al brigadilla en que el asesino o asesinos han podido soltar allí el cadáver y darse a la fuga. El asesinato tuvo lugar en otra parte. Definitivamente, este no es un crimen más.
El brigadilla Martorell, pensativo, abandona el lugar. La única certeza con la que sale de allí es que la víctima no le suena de nada, no era, no parece ser, una de sus prostitutas. La mañana se abre paso casi con sigilo, con esa tristeza del otoño con la que caen a plomo los días más grises del calendario. A todo ello se enfrenta Francisco, al otoño y a las miserias del Raval; y ahora deberá investigar lo sucedido en el puerto sin perder de vista lo de la casa de Milá y el hilo de Rafael Domènech. El relato de Anselma le tiene angustiado desde entonces. ¿Guardará alguna relación la víctima del puerto con las historias de Anselma o lo que escuchó al hijo de Domènech en el estanco? “Hoy mismo encuentro a Pujaló como sea”, se repite el brigadilla.
Solo tiene dos lugares a los que acudir: la pensión de Anselma o Els Quatre Gats, bar en el que le dijeron que sería fácil toparse con Joan Pujaló. Aún es pronto para ir a cualquier sitio, así que Francisco elige el Marsella para tomar una copa de anís, el desayuno al que recurre en los días más duros. En realidad aquí es imposible tomar nada que no sea una copa de aguardiente, vermú o directamente absenta. Ha llegado a la hora en la que en el Marsella no queda más que lo más canalla de la ciudad: policías que apuran su última hora de turno bebiendo un trago, bebedores solitarios que a estas horas, de tan ebrios, solo saben mirar hacia abajo por la vergüenza, grupos de borrachos que hablan a gritos, y otros, igual de borrachos, que llevan toda la noche en la calle y ahora han acabado acompañados de las famosas mujeres que fuman. Francisco se sienta solo en una mesa y trata de poner su plan en orden. Puede ver a Anselma casi cuando quiera, Pujaló es la máxima prioridad. Acaba el anís y sale del Marsella con la convicción de que hoy tiene que encontrar a este hombre al que tiene por una especie de llave secreta. Antes de buscarlo en Els Quatre Gats, se deja caer por el estanco para saludar a Isidro y preguntarle por su hombre, pero él sigue sin noticias de Pujaló.
-Han matado a una chica esta madrugada, Isidro-, arranca Martorell.
-Dicen que es una prostituta, pero nadie en el barrio asegura conocerla.
-Yo no la conocía, eso seguro. Pero resulta extraño que ningún proxeneta salga y se tome la venganza, ¿no? Incluso he escuchado que le han dejado un triángulo marcado en la frente con una navaja. Una verdadera obra sádica y criminal. Esto no puede quedar así.
-Y que usted lo diga, Francisco.