Novela primera sobre el citado brigada Martorell [Parte 2]

Gaudí, Picasso y el arte de matar - Capítulo 11 [El despacho]

De nuevo Barcelona se desayuna otro sobresalto. “Un cadáver con signos de violencia hallado cerca del puerto”, titula el Diario de Barcelona. Los superiores de Francisco Martorell le exigen respuestas, están desconcertados por el signo del triángulo dibujado a cuchillo en la frente de la infeliz muchacha. Este detalle convierte un homicidio más en un misterio para las autoridades de la ciudad. Martorell no ha presentado aún nada consistente a sus jefes de la Brigada, al tiempo que la prensa ya le da tratamiento de noticia bomba, es una gran historia para felicidad de los editores, los rumores se extienden como la pólvora por toda la ciudad y legiones de periodistas llegan al barrio del Raval buscando carnaza, algo que les dé pie a tirar del hilo y convertir este crimen en alimento de primera necesidad para los ciudadanos de Barcelona.

 

-Dime que sabes algo, por favor.

 

Francisco aborda a Anselma, la madre de todas las fulanas, buscando las respuestas que quizás hayan llegado a sus oídos antes que a los de la propia policía. 

 

-Lo que yo sé, don Francisco, es que la chica no era una de las nuestras. Se habla de muchas cosas; se dice que la mujer fue soltada allí, que probablemente no atendió al cliente o clientes en la zona del puerto. Nadie sabe si trabajaba para alguien o por cuenta propia porque de momento no hay ningún jefe como usted buscando al responsable o responsables del asesinato. 

-Ya han pasado tres días y yo tampoco he visto mucho movimiento en el barrio. Posiblemente la mujer trabajara por su cuenta. Me estoy acordando, Anselma, de lo que me contaste de las orgías en casas de gente importante, del espanto con el que nuestras chicas narraban las cosas que oían durante aquellas noches. ¿Sabemos algo nuevo? ¿Un nombre?

-Milá. Creo que es así como se apellida. Varias chicas coinciden en este nombre. 

 

El brigadilla no quiere precipitarse a pesar de que ya ha escuchado este apellido varias veces. Que en su piso se organicen orgías no tiene por qué guardar relación con el cadáver encontrado en el puerto de madrugada. Pueden ser dos casos sin conexión alguna. Pero aunque no estén conectados, Martorell sabe que tiene que seguir investigando lo de las orgías y los llantos de niños que han escuchado sus chicas. Solo por esto le parece más escandaloso el primer caso que el segundo.

 

La prensa, sin embargo, está encantada con el triángulo dibujado a carne viva en la frente de la infeliz prostituta. Los periódicos de la ciudad especulan con la posibilidad de que todo sea obra de un club secreto que invoca al diablo; otros apuntan a que es cosa de un perturbado mental y hay hasta quien ve la mano de la masonería en el asunto. El triángulo bien podría ser un compás, signo inequívoco de los masones. Aún es mucho especular, pero Francisco Martorell no descarta nada y cada hora que pasa sin descubrir quiénes están detrás del crimen es una nueva bronca de sus jefes que, nerviosos por las presiones que vienen de arriba, le piden -le exigen- pistas o respuestas que ayuden a dar con el autor del asesinato y al mismo tiempo aplaquen la oleada de especulaciones y rumores revestidos de información que estos días inunda las portadas de los periódicos. El aliento en el cogote de sus superiores se deja notar a diario y es tan intenso que le obligan a comparecer en el cuartel después de cada jornada. Allí se presenta Francisco, el joven brigadilla, que también hace uso de su derecho al enfado: hace semanas que preguntó por el paradero del capitán Milá y aún no le han informado de nada. Así es imposible avanzar en la investigación, se lamenta. A menudo piensa si no tendrá enemigos dentro de la propia Brigada.

 

Cuando el teniente Emiliano Nieto te cita en su despacho es que las cosas se están poniendo feas. Francisco lo sabe y al tiempo que llama a la puerta pone en orden todas las ideas que fluyen en su cabeza desde hace semanas. Las historias de la veterana Anselma, el miedo de las putas a las orgías en las que han escuchado llantos de niños, la detención del hijo de Rafael Domènech, la mujer -ramera, también- que ha aparecido muerta en las inmediaciones del puerto y en cuyo rostro dibujaron un triángulo. Esa imagen es justo la última que aparece en su mente cuando desde dentro del despacho el teniente le dice elevando la voz que ya puede pasar: ¡adelante!

 

Francisco sonríe tímidamente y saluda a la manera militar como corresponde al instituto armado. Bajo un retrato de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, el teniente Nieto clava sus ojos en el joven agente del servicio secreto. Los informes que tiene sobre Martorell son favorables; si los comentarios de los superiores del joven brigadilla son veraces, se trata de uno de los mejores hombres que la Benemérita tiene infiltrados en la ciudad. Todo esto, naturalmente, lo ignora Francisco, que está convencido de que se va a enfrentar a una especie de tercer grado. 

 

-Me han hablado muy bien de usted, brigada-, le recibe el teniente.

 

Sin duda, esta bienvenida desmonta la coraza con la que Martorell había entrado al despacho, refugio que tenía por zona hostil, una especie de paredón o laberinto con más trampas que un campo de minas, al que iban a parar los brigadillas que la cúpula de la Guardia Civil consideraba que ya no merecían seguir como agentes del servicio secreto. Tipos cuyos jefes les habían retirado la confianza, y eso, en esta profesión, lo es todo. Incluso el propio jefe superior de la policía gubernativa de la ciudad, José Millán-Astray, había sido requerido desde el gobierno central de Madrid no tanto por el crimen, sino por todo lo que comenzó a suscitarse alrededor del mismo. La oleada amarillista en la prensa abrió un debate en el Gobierno acerca de la posibilidad de secuestrar varias cabeceras. Millán-Astray llegó incluso a recibir varios telegramas firmados por el propio ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva y Peñafiel, en los que en primer lugar le prestaba todo su apoyo hasta el punto de ofrecerle “mayores recursos policiales si fuera necesario” para esclarecer el asunto, y más adelante le instaba a “seguir trabajando para lograr resolver un caso que está generando más ruido de la cuenta, pues no se trata sino de un crimen más”, por lo que no tenía dudas de que “policías y guardias civiles harían todo lo posible para dar con el paradero del asesino o asesinos y, de esta forma, despejar de una vez todas las habladurías y miedos injustificados que generan desconfianza en la población”. El teniente comparte esta información con el brigadilla.

 

-Millán-Astray está verdaderamente preocupado-, confiesa Nieto.

 

A Francisco le sorprende sinceramente que el teniente Nieto comente estos detalles con él. Sin duda, con ello su jefe le hace merecedor de su confianza y también es una forma de demostrar el gran respeto que siente hacia él como guardia civil. El halago debilita, piensa Francisco, que no sabe cómo va a presentar un relato coherente a su superior para explicarle, sin quedar mal parado, que no tiene ni el más mínimo indicio de la autoría del crimen. Ningún sospechoso a la vista. A menos que…A menos que revele información sobre aquella turbulenta historia de las orgías, los hombres enmascarados y los gritos de niños aterrorizados. Es casi lo contrario que desearía oír su jefe después de reproducirle las palabras del mismísimo ministro de la Gobernación en el telegrama dirigido a Millán-Astray: “Un caso que está generando más ruido de la cuenta […] despejar de una vez todas las habladurías y miedos injustificados que generan desconfianza en la población”.

 

¿Acaso lo que Francisco Martorell ha interpretado rápidamente como un bonito alarde de confianza de su jefe con él, no sería en realidad una estrategia para dejarle claro que más importante incluso que descubrir y capturar a los culpables es neutralizar cualquier escándalo derivado del crimen y mantener a la sociedad anestesiada?

 

El brigadilla piensa demasiadas cosas a una velocidad de vértigo, multitud de escenarios pasan por su cabeza en ese despacho, el de Nieto, en el que apenas lleva poco más de cinco minutos. Repara en la posibilidad de que la cortesía del teniente, y la forma en la que rápidamente le ha regalado los oídos, sea el método habitual con el que los mandos de la Brigadilla hacen bajar la guardia a sus hombres para finalmente hacerlos cantar. De modo que Martorell llega a la conclusión de que contarle lo de las orgías quizá sería precipitarse demasiado. En realidad todavía no tiene nada, tan solo las historias que algunas de sus putas le han trasladado a Anselma, pero ningún testimonio directo que haya participado en una de esas orgías. Ningún nombre, salvo el de Milá, apellido que, por otra parte, evoca a las capas más intocables de la sociedad. A Francisco no se le escapa que hay quienes gozan de bula, privilegios solo al alcance de determinados círculos sociales. Quizá lo más prudente, de momento, sea mantener silencio.

 

-Diga, Francisco, ¿alguna pista o indicio del crimen del puerto?

 

El teniente Emiliano Nieto dirige su mirada ahora con más fuerza que antes hacia Martorell, es como si sus ojos dijesen “la cosa se pone seria, basta de cortesías y pasteleo”. El teniente tiene una cara ancha rematada con una mandíbula y un mentón notablemente pronunciados. Su frente es amplia, pues su incipiente calvicie apenas ha dejado con pelos los laterales y la parte posterior de su cráneo. Francisco responde:

 

-Aún no tenemos nada decisivo, mi teniente. Pero seguimos las pistas que nos ofrecen nuestros soplones. De momento, la única certeza es que la presunta prostituta asesinada no estaba bajo la protección de ninguna madame o chulo conocido del barrio del Raval. Por su forma de vestir, creemos que era realmente una puta, pero ya ni siquiera descartamos la posibilidad de que no lo fuera. 

 

-¿Y el triángulo?

-¿El triángulo dice, señor?

 

Francisco Martorell observa que la mirada del teniente ha cambiado por completo. Se acabaron los elogios y las formalidades. 

 

-Sencillamente no puedes fallar, tienes que traerme el nombre del autor o autores o directamente los traes a ellos. Aquí no pueden quedar cabos sueltos, ¿comprendes? No se trata de un cadáver más, no sabemos si lo del triángulo ha sido un farol o es la firma que anuncia el principio de algo mucho peor. Quiero respuestas, Martorell. La próxima vez que entres por la puerta de mi despacho procura hacerlo con una hoja con nombres y direcciones o con dos guardias civiles pisando la cabeza de los responsables de este crimen.

Martorell comprende enseguida.