EL VIEJO BRIGADA - PARTE 3

La estación - Parte 2

Claude Harris, en el consulado americano de Lyon, dos horas después, hablaba por teléfono frenéticamente y recibía los últimos informes.

Sí, hubo una alarma… Sí, los empleados de la SNCF no vieron nada raro… No… No faltaba ningún vehículo de los vagones de transporte de cola… Claro, muy bien, se les sube una ambulancia al tren, luego se baja la ambulancia del tren, y ustedes no se enteran de nada… Très bien, très bien… Sus revisores no son policías, claro que no, monsieur. Pero tienen ojos y orejas, ¿no, monsieur? ¿Cómo que una película de James Bond? ¡Váyase al cuerno, monsieur!

Claude Harris casi rompe el teléfono al colgar. 

                                                   * * * * * *

Boris y Raduyev habían bajado del tren, a escape, después de tirotear a la ambulancia inútilmente. Vieron cómo se alejaba brincando por la vía y cómo penetraba en el túnel. Sin linternas, no osaron adentrarse en él. Decidieron regresar. Media hora después estaban en la carretera. Y al cabo de dos horas llegaron a una cabina de teléfonos. La radio estaba en el coche, que estaba en Givors, en la estación. Raduyev informó. Y desde el otro lado del hilo telefónico le dijeron que iban a rastrear la zona, que volviesen a Givors y que recuperasen el BMW. Que recibirían órdenes. Y que alguien estaba empezando a enfadarse mucho. 

                                                    * * * * * *

La ambulancia circulaba por la N84 en dirección a Pérouges. Había dejado de llover y lucía un sol espléndido a primera hora de la mañana. No les había costado mucho dejar la vía del tren a la salida del famoso túnel, en un paso a nivel que cruzaba precisamente la N84, un terreno llano y verde, muy bucólico. Pararon para hacer sus necesidades. Kolstov se acercó al brigada.

 

-Me gusta su estilo, Martorell, pero desperdicia su talento. Los americanos no sólo recompensarían el hecho de hacerles llegar las acciones, sino también el hecho de que un jefe del KGB como yo se entregue. Dólares, brigada, dólares para usted y para mí. Además, su maldita empresa pasaría a manos yanquis: ningún problema para los obreros y sus familias. ¿Qué más dan americanos que japoneses, brigada? 

-Mira, Kolstov, si no te callas te entregaré igual, pero muerto. Y encima me pondrán una medalla. 

-¡Medallas! Eso es lo que usted quiere, ¿no? A usted no le importa el honor. Le importan los honores. ¡Vamos, los tendrá en Washington y con los bolsillos llenos, brigada! 

El brigada abofeteó a Kolstov. 

-¿Ahora se dedica a golpear a hombres maniatados, Martorell? Es usted un cobarde y un fracasado. Reconózcalo. Se derrumbó ante mi gente del SIM y delató a todos sus compañeros, casi acabamos con la quinta columna en Barcelona gracias a usted. Y luego, ¿qué hizo? Yo se lo diré: mandar pelotones de fusilamiento franquistas. ¿A cuántos mató usted en Montjuic, brigada? 

-¡Cállate!, gritó Martorell lanzándose sobre el ruso.

 

Entonces se desató un combate feroz, incubado durante lustros en el infierno del odio. Dos viejos enfangados, golpeándose con saña, con furia animal. Uno, con los puños. El otro, maniatado, con la cabeza y los antebrazos que giraban como las aspas de un molino gigante y tan blanco como el espectro de Moby Dick. Una testarada terrible derribó al brigada. Rodó envuelto en barro y escapó del ruso que se lanzaba sobre él aullando. Kolstov cayó en un charco negro. Martorell, encorvado y sangrando por la nariz, desenfundó trabajosamente la automática reglamentaria. Temblaba. De rodillas en el charco, Kolstov se limpiaba la cara con el dorso de una mano. Entonces el guardia civil se acercó a su enemigo muy despacio. Sacó el viejo revólver y lo puso en las manos de un Kolstov perplejo. Se alejó unos pasos. Y los dos viejos quedaron frente a frente. Uno arrodillado. El otro, con la mano en el estómago y la espalda curvada, se diría que saludaba a su rival. Y a la muerte. Carmelo, el único testigo mudo y paralizado de la escena, emitió un mugido ahogado. Kolstov gruñó con la mirada fija en el brigada.

  

-Adelante, dispara, ordenó Martorell. 

                                                  * * * * * * 

Claude Harris no lo podía creer. La ambulancia se había volatilizado y, por lo que sabía, los soviéticos tampoco tenían ni idea. En otros tiempos hubiese pedido refuerzos y habría levantado todas las piedras de los caminos de Francia para encontrar al guardia civil que estaba jugando con él y con sus hombres y con su orgullo profesional. Sin embargo, Claude Harris ya no tenía edad para tanto movimiento, como tampoco tenía edad para impresionar a Valerie, una pena, todo se viene abajo. Recordó que la impotencia sabe mejor acompañada de whisky y trató de encontrar la petaca. El sorbo le dejó un regusto de amargura. Salió de su oficina en el consulado, tomó a Jim del brazo y se dirigió a Juan Asensio, que se aburría en la antesala:

 

-Creo que volveremos al plan inicial de esperarles en Ginebra, cerca de su banco. Usted nos acompañará, señor Asensio. 

-Claro, mister Harris, no tengo nada mejor que hacer. ¡Ah! Ya le advertí sobre el brigada. 

-Cállese, Asensio.