EL VIEJO BRIGADA - PARTE 3

El interrogatorio - Parte 1

El prisionero estaba tumbado sobre la camilla. Las piernas y el corpachón enorme descansaban sobre el lecho blanco y flexible. Los hombros sucios también. El cuello, esculpido en rojo, con las venas a punto de estallar, pendía sobre el vacío y apenas sostenía una cabeza perlada de sudor que forcejeaba por no desnucarse. La mucosidad dificultaba aún más el jadeo respiratorio y el prisionero pugnaba por no tragarse la lengua. Es posible que hubiese proferido algún insulto pero no salió de su garganta nada más que un ladrido quebrado. 

El martilleo en las sienes devino un crescendo insoportable. El brigada y Fran miraban al soviético con curiosidad profesional. Nadie, nunca, ha resistido una tortura así. Todos se derrumban y hablan. No hacen falta golpes ni descargas eléctricas, esas gilipolleces que tanto gustan a los periodistas y a los abogados vendidos que denuncian torturas en las comisarías y en los cuartelillos. Bastaron quince minutos, tal vez menos. De repente, el ruso se incorporó y se dirigió a Martorell en un perfecto castellano. La voz, ahogada; el gesto, convulso.

 

-Ya está bien, brigada, acabemos con esta farsa, ¿qué quiere? 

-Bueno, bueno, empezamos bien. De modo que hablas nuestro idioma sin acento cosaco, ¿eh? 

-Y usted aprendió deprisa los métodos del SIM, brigada. 

 

Las palabras, que curan o que hieren, son más rápidas que la pólvora y pueden desatar fuegos devastadores. Todo comienza con una idea, con un sonido. 

Por eso, al oír las siglas del siniestro servicio de información que los soviéticos montaron en España durante la guerra civil, de la mano de la GPU, la expresión del brigada se tornó fría, tan fría que no era una expresión humana.

  

-¿Y qué coño tienes tú que ver con aquello, desgraciado?, preguntó el brigada, ahogando sus recuerdos. 

-Bastante.

 

El ruso no siguió porque Martorell se puso a dar vueltas alrededor del único pino que se había salvado del incendio que hubo en la zona hacía cinco años. 

El SIM. La temible policía del Servicio de Investigación Militar, organizada por los tovariches, era omnipotente. Ante ella temblaban políticos y magistrados, soldados y generales. Una acusación de sospechoso o desafecto al régimen ejercía una fulminante acción sobre el individuo, que sin defensa alguna ni defensor que se atreviera a hacerla, podía ser asesinado en una mazmorra, acribillado a tiros en la cuneta de cualquier carretera o torturado hasta la muerte en una «cheka». El SIM, que mandaba el coronel Uribarri, un tipo que dejó de obedecer las órdenes del ministro Prieto para acatar sólo las de los rusos. 

El SIM.

 

-El SIM le detuvo a usted, Martorell, en el 38, ¿recuerda, verdad? Orlov, ¿lo recuerda, verdad? Horas y horas de pie. Desayuno a las 8 de la mañana, comida a las 9 de la mañana y cena a las 12 del mediodía; luego desayuno a las 22 horas, comida a las 4 de la madrugada y cena a las 20 del siguiente día, ¿lo recuerda, verdad? Aquellas camas de la celda, perfectamente hechas, pero lamentablemente inclinadas, ¿no? Y usted de pie. Y aquellos círculos de colores chillones que no podía dejar de ver porque nunca apagábamos la luz, ¿recuerda, brigada? Era lo que merecían los traidores como usted, los espías como usted. 

-Ya basta, musitó el brigada, pistola en mano. Ya basta. ¿Cómo sabes tú quién soy yo? 

-Mi oficio es saberlo todo de mis enemigos, brigada. El suyo también, creo. Le voy a refrescar aún más la memoria: ¿recuerda cuando lo sacamos para fusilarlo? Sí, al final sólo fueron balas de fogueo. Una pena. 

-¿Quién… eres… tú?, preguntó Martorell montando el arma. 

-Tranquilo, brigada, se lo diré. Pero no vaya a hacer ninguna tontería. Mis chicos le siguen y usted me necesita. Yo puedo ayudarle, si usted me ayuda. Ya se lo insinué, con María delante. Montemos una especie de sociedad, digamos, capitalista. ¡Oh, vamos, Martorell, no sea tan desconfiado! ¿Qué puedo hacer atado y con los pantalones otra vez bajados hasta media pierna? 

 

El brigada pasó de la ira a la duda. Aquél era uno de los hijos de puta que lo rebajaron al nivel de un guiñapo, de un despojo humano, en la «cheka» de la calle Vallmajor. Él no podía verles, pero aquella voz tan educada, tan sardónicamente cruel… Sí, el ruso era uno de aquéllos.

 

-Imagine por un momento, Martorell, que me he dejado coger por usted. Digamos que le vi avanzar por el bosque, al lado del camino, y que no le disparé. No se altere: estamos todos viejos, la edad no perdona. Imagine que me quiero pasar a Occidente. ¿Un truco? No, no. Más bien una estupenda oportunidad, lleva usted una fortuna en acciones de Motorico ahí dentro. Es una buena razón para pasarse, ¿no cree? Pero hay más. Usted está cansado, se le nota, y está a punto de jubilarse. Pero en sus ideales no parece que haya arrugas, creo. La patria, el honor, el anticomunismo visceral. Yo le entiendo, yo le entiendo. Usted estuvo en la División Azul. Yo he visto a sus compatriotas españoles del otro lado, a sus odiados «rojos», en las horas angustiosas de la evacuación de Moscú ante el ímpetu alemán, cuando todo era pánico y huida, caos y desconcierto, defender el corazón de la Unión Soviética: la Plaza Roja y el Kremlin. Los he visto en el tren especial de Stalin, en la conferencia de Teherán con Roosevelt y Churchill, como escoltas personales del gran jefe. Los he visto reconquistar media patria rusa y llegar a Berlín. Y los he visto condenados a trabajos forzados en los campos de concentración de Karaganda, sólo porque, acabada la guerra, dijeron que querían salir de la URSS y regresar a España. ¿Sorprendido? Yo más. Primero no entendí las purgas de los años 30 y ahora no entendía esto de los españoles. Las purgas, habrá oído hablar de ellas, ¿no? Le colgaban a uno el sambenito de trotskista, bujarinista, zinovietista, saboteador, agente del fascismo y no sé cuántas cosas más. Y así fue eliminada toda la vieja guardia de la Revolución. Después del sambenito venía el paredón. Stalin se erigió en intérprete exclusivo de la línea del Partido. Un dictador, en suma. Como los fascistas a los que combatíamos.

 

El brigada creyó percibir un halo de tristeza en las palabras del ruso. Pero le venció su desconfianza. ¿A dónde quiere ir a parar éste?

  

-El Estado lo controla todo, continuó el soviético, absolutamente todo. Allí donde hay más de dos existe un confidente del KGB, ¿quién es? Nadie lo sabe. Un hombre puede confiar a otro hombre sus pensamientos -como lo estoy haciendo yo ahora con usted- y proponerle cualquier tipo de acción, pero en cuanto se reúnan con un tercero ya comienzan las sospechas. Y los mismos vigilantes se saben vigilados. El jefe del KGB no sabe quién es el encargado de vigilarle a él. El sistema es muy eficaz. 

-¿Y? Martorell empezaba a ponerse nervioso. 

-Y me largo de la URSS, brigada, ya se lo he dicho. Cambio ideales por dinero, eso es todo. Pero como no puedo fiarme de mis chicos: Boris, Raduyev, Sprinkoth, me fío de usted; además, tiene el oro en esta diligencia, permítame el símil americano. 

-Ese último nombre no es ruso. 

-¿Sprinkoth? No, es un alemán oriental. Muy eficiente, como todos los alemanes. Sabe hacer de todo. Incluso pilota aviones y helicópteros. Gran tipo, éste. Pero, oiga, le cuento mi plan y usted se fija en el apellido de uno de mis agentes, ¿qué le pasa? 

-Nada, que tu plan no merece ningún comentario. Tienes razón en lo de que te necesito, pero como rehén. Por lo demás, tovarich, yo dejo las acciones en el banco suizo y te entrego a la policía. Eres un miserable traidor a tu patria. 

-¿Ah, sí? ¿Usted serviría de buen grado, con todo su honor, con toda su dignidad, con todos sus ideales incólumes -oh, honestísimo guardia civil- a un Estado criminal y pobre?

 

El brigada no respondió. Ordenó a Fran que metiese al ruso en la ambulancia. 

Y entonces recordó que no sabía el nombre de su preso.

 

-Me llamo Igor Kolstov, brigada Martorell. 

 

A veces, las almas, llevadas al paroxismo del espanto, no saben dónde hallar refugio. El brigada casi se tambalea. Le faltaba aire. Medio asfixiado, volvió al árbol solitario, al tronco calcinado. Era noche cerrada. Miró las estrellas. Cuando mires las estrellas, éstas te devolverán mi imagen, le había dicho su padre en el pueblo, hacía muchos años. Pero a las imágenes que volvían el terror les había desfigurado el rostro, la sangre clamaba al cielo y el odio lo invadía todo. Kolstov. El torturador. El enemigo. La venganza. La pistola, pensó. Se acercó a la figura sombría del agente soviético.

 

-Acabemos de una vez. 

 

Un grito horrísono retumbó en la noche como el aullido de un perro herido. Pudo haber sido el fin, la destrucción, la huida hacia ninguna parte. Pero la bala no salió de la recámara; la pistola volvió a su sitio, ahogada en sudor frío y en infinitos temblores.